jueves, 23 de abril de 2009

La Pandilla Basura.


...Y ya que con la historia del conde Libri dedicábamos la entrada de la semana pasada a los amanuenses medievales, toca esta semana hablar de un amanuense moderno, es decir, de un autor de cómic. Es Art Spiegelman, a quien conoceréis por su monumental Maus; tremenda biografía de un superviviente de Auschwitz, el propio padre del autor.

Sobre Spiegelman hay dos datos importantes a reseñar (bueno, hay muchos más, pero para los propósitos de esta entrada, me conformo con dos). El primero, que se parece a Woody Allen pero sin el sentido lúdico de la vida que tiene este último. En otras palabras: sus manías y sus fobias, que él mismo atribuye a una educación judía fundamentalmente neurótica, son fuente constante de tortura para él. El segundo, que ése no poder dejar de torturarse ha provocado que su obra sea escasa; tal vez porque a su autor se le antoja insoportablemente dolorosa, tal vez porque, desde Maus, desde Auschwitz, ya no se pueda escribir nada, como decía Jorge Semprún.





Es motivo para hablar de Spiegelman la reedición de Breakdowns, una antología de sus cómics experimentales de los 70, que incluye como añadido una introducción en forma de cómic de más de veinte páginas, es decir, casi la extensión de su última (y decepcionante) obra, Bajo la sombra de las torres. A la introducción de Breakdowns habría que dedicarle una entrada aparte, pues nos devuelve el mejor Spiegelman (algunas de sus secuencias te ponen los pelos como escarpias) y porque hace concebir ciertas esperanzas sobre el futuro de su carrera (el haber conseguido dibujar veinte páginas en un año es todo un récord para él). Pero no, de lo que vamos a hablar en esta entrada no es de ninguno de sus cómics, ni de su trabajo como portadista o director artístico del New Yorker, sino de una colección de cromos infantiles. Aunque lo de “infantiles” es un decir... Esta colección fue diseñada por Spiegelman para la compañía Topps. Quizá el título original de dicha colección, Garbage Pail Kids, no os diga mucho, pero quizá sí su traducción al castellano: la Pandilla Basura.




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Si no recuerdo mal, estos cromos debieron aparecer en España hacia finales de los años 80, y de inmediato nos volvieron locos a todos los críos que, por aquel entonces, estábamos en el colegio. Cada cromo representaba a un niño con aspecto de muñeca (parodias, en realidad, de las Cabbage Patch Kids) cuyos rasgos distintivos estaban relacionados con alguna atrocidad. Por ejemplo, Adam Bomb se suicida haciendo estallar una bomba atómica dentro de su cabeza, Corroded Carl tiene el cuerpo lleno de granos del tamaño de cráteres, y Creepy Carol es una especie de monstruo de Frankenstein que rompe los espejos con solo mirarse en ellos. Precedentes a este aberrante catálogo de niños ya había uno, aunque más elegante, en el libro The Gashlycrumb Tinies (1963), de Edward Gorey, donde la enfermiza pluma de este ilustrador norteamericano pone letra e imagen a las muertes, variadas e inverosímiles, de veinticuatro protagonistas infantiles. Iba a calificar este libro de hermoso, pero está claro que esa no es la palabra, y sin embargo podemos utilizarla sin que se nos caigan los anillos, si de lo que se trata es de compararlo con la Pandilla Basura de Spiegelman. En su momento, fue considerada tan vulgar, tan desagradable, tan sin propósito, que se prohibieron sus cromos en muchos colegios, el mío incluído; creo yo, ahora con la perspectiva del tiempo, no tanto por los perniciosos efectos que pudieran tener sobre nuestras inmaculadas mentes infantiles, sino debido a que su poder de fascinación nos impedía atender a materias mucho más provechosas como las Sociales o la Literatura.



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Pero ¿de dónde venía ese poder de fascinación? Supongo que, una vez más con la perspectiva del tiempo, ahora que sabemos que fue Spiegelman quien creó los personajes de la Pandilla Basura (aunque, sin embargo, fueron dibujados por ilustradores como John Pound y Jay Lynch, bajo su dirección), es demasiado tentador analizar psicoanalíticamente sus cualidades. Sí, la Pandilla Basura es fruto de una mente torturada por un padre castrante que sobrevivió a Auschwitz y una madre que se suicidó sin dejar nota de despedida. Sí, es una sublimación de los terrores de la adolescencia: desde el empollón que se vuela la cabeza, hasta el niño barbudo que adora travestirse. Pero, al mismo tiempo, intuyo que lo que nos atraía de estos cromos, lo que hace trascender su aparente vulgaridad, es la misma contradicción que late en Maus, la obra magna de Spiegelman (inciso: ¿por qué los israelís no la consideran “obra sagrada” y sí lo hacen con La Lista de Schindler?), que debajo de las apariencias más inocentes, ya sea la cara de un gato, de un ratón, o de un rollizo muñeco con pinta de bebé, pueden esconderse las atrocidades más espantosas. Supongo que es lo mismo que le enseñan a los niños los cuentos de hadas como Caperucita Roja, y supongo también que es lo mismo que sigue enseñándoles la buena literatura infantil; lo cual basta para reivindicar La Pandilla Basura, y para merecer que se haga una lectura de estos cromos en paralelo a otras obras mayores de Spiegelman, como Maus y el prólogo de Breakdowns.

Para ver la colección entera de La Pandilla Basura, pincha aquí.



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