sábado, 5 de septiembre de 2009

Malditos Bastardos (Inglourious Basterds). La representación del nazismo en el cine (y II)

Hitler...

En uno de esos cambios de sentido que, ay mis sufridos lectores, les obligo a seguir en este inconstante blog, dediqué mi última entrada no a relatarles ninguna anécdota (convenientemente exagerada) de mi alter-ego, el dr. Malarrama; ni a divagar sobre el Barroco; ni a pegar links para descargar alguna película todavía no estrenada; ni a hablar sobre libros raros, ilustraciones desquiciadas o bibliófilos maniáticos, como les había acostumbrado últimamente en un intento de programarle el GPS a este espacio; pues no, estuvimos hablando sobre la representación del nazismo en el cine, dos palabras hechas para rimar y, por tanto, ir siempre irrevocablemente unidas. Pues bien, queridos lectores, ya pueden respirar tranquilos una, dos, tres veces, después de este largo párrafo, que ya he llegado adónde quería llegar: a decirles que a partir de ahora pueden abandonar todas sus esperanzas de que, algún día, se hable en este blog de algún tema constante. Vamos, que seguiré haciendo lo que he venido haciendo hasta ahora: hablar de lo que me da la gana. Y como prueba, en la entrada de hoy seguiré hablando, precisamente, de Hitler. O más en concreto: de Hitler, y de ese otro personaje especialmente bajito y repugnante llamado Goebbels.

¿Y por qué? Pues porque en la anterior entrada llegué a una conclusión que querría desarrollar, y para tal propósito me viene de perlas una película que está a punto de estrenarse. Malditos Bastardos, de Quentin Tarantino.

Lo que venía argumentando hace unos meses, a raíz de la película El Hundimiento, la cual me entretuvo y me incomodó a partes iguales, era que a la hora de representar el nazismo en la gran pantalla, especialmente si se trata de personajes históricos, no importa tanto que el retrato que se haga de ellos sea el de un villano de cartón piedra o que, por el contrario, se le de alguna buena calidad compensatoria, como ocurría en dicha película; lo único que importa es que el retrato, ya sea de Hitler, de Goebbels, de Göring, de Speer o de quien sea, funcione como un espejo del espectador. Es decir, que cuando lo miremos no nos resulte tan ajeno, tan incomprensibles: que no veamos solo al monstruo, o mejor, que cuando los miremos veamos también, como decía Johnny Cash, un cantante muy querido por Tarantino, la bestia dentro de mí. Solo así tiene algún sentido el retrato de estos personajes. Solo así sirve para algo.

Abogamos, en este sentido, por la aproximación caricaturesca a dichos personajes. Pero no por una caricatura cualquiera de trazo grueso, sino por una que nos permita adivinar algo reconocible y cotidiano bajo los gestos exagerados y los rasgos inhumanos que se nos presentan. Pues bien, esto es precisamente lo que nos vamos a encontrar en la última película de Tarantino.

Pero, antes de seguir: una advertencia. Soy consciente de que, cuando escribo esto, aún faltan un par de semanas para el estreno de Malditos Bastardos, y sinceramente, es una película que mejor no estropear con spoilers, así que les pido, amigos y amigas, que si ustedes son de esas personas a quienes el conocer de antemano el final de una película les hace disfrutar menos su visionado, les pido, insisto, que dejen de leer aquí y ahora. ¿Siguen ahí? Pues bajo su cuenta y riesgo, ustedes verán.

Les pondré en antecedentes. Tarantino, París, 1944. Goebbels decide estrenar en París su última producción, Stolz der Nation, un filme donde, en contra de su costumbre de fomentar los géneros cómico y musical para aumentar la moral de la población, se recurre a una historia “real” del género bélico, la insólita hazaña de Friedrich Zoller (Daniel Brühl), un soldado que, viéndose atrapado en lo alto de un campanario en una población rusa, mata nada menos que a 300 soldados enemigos a lo largo de cuatro días. Sin embargo, Zoller, quien se interpreta a sí mismo en la película, es perfectamente consciente de su impostada condición de héroe nacional. Matar 300 hombres no fue para él una cuestión de valentía, sino de supervivencia. El caso es que Zoller, cinéfilo irredento, llega a París con la comitiva de Goebbels para preparar el estreno de la película; y en estas, conoce a la joven propietaria de un cine, de la que se enamora, y quizá no para impresionarla ni para seducirla, sino intentando estúpidamente hacerle un favor, le propone utilizar su local para el estreno de Stolz der Nation. Estreno al que asistirán nada menos que Goebbels, Göring, Bormann, es decir, la cúpula mayor del Reich; pero también el mismísimo Führer, Adolf Hitler.


...Goebbels...

Ya se pueden imaginar por dónde va la cosa y en qué puede resultar dicho planteamiento. No diré más, porque lo que me interesa son los personajes de Goebbels y Hitler, que en principio pueden parecer un tanto incidentales en la película, pero que acaban teniendo un papel muy importante en su discurso.

La presencia de Hitler en Malditos Bastardos no sorprenderá a nadie. Ya lo hemos visto en el trailer gritando ese nein, nein, nein que nos anuncia el tratamiento que Tarantino ha dado al personaje: un tratamiento caricaturesco, qué duda cabe, pero interpretado por un buen actor (Martin Wuttke) que ha sabido modular sutilmente esa característica tan esencial de Hitler en la que tanto ha insistido la historiografía, su continuo pasar, a veces en medio de una frase, de un histrionismo gritón a un tono meditabundo y reflexivo. Más allá de eso, el personaje no tiene mayor profundidad humana. ¿Cómo tenerla? ¿Acaso sabemos algo de dicha humanidad como para podérsela dar? Y sin embargo, en una escena, una de las últimas de la película, y en mi opinión, una de las más desconcertantes del cine de Tarantino, mientras todos los mandamases del Reich se encuentran en la sala viendo entusiasmados Stolz der Nation, Hitler hace algo sobrecogedor que resume, en cuestión de un segundo, la naturaleza de su humanidad.

Pero dejemos esto para luego porque me gustaría hablar antes sobre Goebbels (Sylvester Groth), un personaje que en Malditos Bastardos responde de una manera bastante exacta al modelo de representación del nazi por el que yo abogaba en la anterior entrada. El amigo Goebbels aparece, básicamente, en dos escenas. La primera de ellas es un desayuno, al que asisten Friedrich Zoller, la dueña del cine y varios altos mandos de las SS, en el que Goebbels lleva el peso de la conversación; una conversación dedicada a negociar con la dueña del cine los pormenores relativos al estreno de la película, pero hábilmente sazonada por Goebbels con las mismas digresiones y chascarrillos de las que un empresario podría hacer gala mientras cierra un trato con un cliente en un prostíbulo. La segunda escena tiene lugar durante la proyección de la película. Goebbels contempla la película, de la que se siente responsable, pero inseguro de su resultado. Casi podemos verle temblar hasta que Hitler le susurra al oído: “Joseph, creo que has hecho tu mejor película”. Y Goebbels sonríe de oreja a oreja como un niño en la mañana de Reyes.

No es necesario leer y releer los diarios de Goebbels, y luego hacer un profundo análisis psicológico de su personalidad para retratarlo de manera verosímil en pantalla. Al menos a mí estos dos detalles, su babosería putañera y su sincero deseo de agradar, me bastan. Y me bastan porque me son inmediatamente reconocibles: puedo ver semejantes actitudes en gente que conozco o que he conocido, o incluso en mí mismo. Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, decía Baudelaire. Oh, hipócrita espectador, mi igual, mi hermano, podría decir el Goebbels de Tarantino.

Quedémonos con esta hipocresía apenas esbozada en Goebbels, o dicho de otro modo, con este espejo que por un breve instante nos devuelve de refilón un destello de nosotros mismos y de la gente que nos rodea. Quedémonos con él, digo, porque vamos a volver con Hitler ahí donde lo dejamos, sentado en su butaca, mirando con interés la película, sin estar del todo seguro todavía si le gusta o no, pero a pesar de todo siguiendo con atención el desarrollo de Stolz der Nation. Uno tras otro caen los soldados rusos, en la pantalla Friedrich Zoller haciendo de Friedrich Zoller se limpia el sudor, apunta con el rifle y mata a dos o tres soldados más. Caen como moscas. Los cadáveres se acumulan. Sobre el pavimento, en una fuente, cayendo por las ventanas. Y entonces Hitler reacciona y sin dejar de mirar la pantalla hace ese gesto revelador de su humanidad que antes dejamos en suspenso.

Hitler se ríe. No, no se ríe. Se carcajea. Se parte el culo.


...y el Cine.

Se lo está pasando en grande, eso es evidente. Al principio, cuando uno ve a Hitler reírse es inevitable esbozar también una pequeña sonrisa. La ironía parece clara. Hitler está celebrando una película que es una mera exageración, un claro ejemplo de mal gusto, de irrealidad en estado puro; y la celebra creyendo que una película es lo mismo que la realidad, que es lo mismo que la experiencia que vivió Friedrich Zoller, una experiencia que probablemente nada tuvo que ver con las imágenes heroicas de la película, pues Zoller hizo lo que cualquier persona asustada hubiera hecho en su situación al ver que la muerte se acerca. Sí, al principio te ríes de Hitler, hasta que de repente se te congela la risa. Te acabas de acordar de algo. Hace unos minutos cuando Tarantino te estaba mostrando las barbaridades que los Bastardos cometen con los nazis, cabezas aplastadas con un bate, disparos gratuitos, cueros cabelludos arrancados a golpe de machete, al verlas, tú también te has reído. Y tu risa ha sido la misma que la de Hitler: una risa que surge fruto del placer y de la admiración.

Hipócrita espectador. ¿No es esa la misma risa con la que celebrábamos los chorretones de sangre de Kill Bill o los pedacitos de cerebro en el asiento trasero de un coche en Pulp Fiction? Sí, es posible que en esta escena, al hacernos sentar en la misma butaca que Hitler, Tarantino esté cuestionando su propio modo de representar la violencia en sus películas, o tal vez, la representación de la violencia en cualquier película. Pero más allá de eso, Tarantino nos está advirtiendo de algo que parece obvio pero que es algo de lo que muchas veces nos olvidamos: que una imagen no es igual a la cosa que representa. Que Hitler no es eso que está en la pantalla. Que Goebbels tampoco. Que ninguna imagen de la violencia y del horror y de los vagones de madera y de los judíos de Schindler no nos puede enseñar la verdad. Al menos no de forma directa. Tan sólo podemos adivinarla, por alusión, tomando un desvío, bajo la imagen, un desvío que nos lleva a nosotros mismos, al único lugar donde podemos encontrarla. En nuestro interior. El verdadero protagonista de Malditos Bastardos, el coronel de las SS Hans Landa, nos lo explica así al principio de la película: “Si tuviéramos que buscar un equivalente a los alemanes en el mundo de las bestias, diríamos que es el halcón; si tuviéramos que buscárselo a los judíos, diríamos que la rata. ¿Y qué hace ud. con las ratas? Las mata, ¿no? Desde luego no le ofrecerá este vaso de leche que acaba de ofrecerme a mí. ¿Y cuál es la razón de tanta agresividad? Tan probable es que una rata le contagie una enfermedad como que lo haga una ardilla. Ambos son roedores. Y sin embargo, a una ardilla jamás la trataría igual.”

Ah, the beast in me…

Y es por todo esto que el retrato del nazismo que se hace en Malditos Bastardos es uno de los más honestos (y humildes) que puedo recordar. Y eso que, contra lo que prometí, no les he contado el final de la película.