miércoles, 3 de febrero de 2010

Sobre la muerte de J.D. Salinger.

Después de una larga (y penosa) estancia en los Estados Unidos, ha llegado el momento de dar vida de nuevo a este blog, y qué mejor motivo para hacerlo que la muerte de J. D. Salinger, escritor por el que, como sabrán los más fieles seguidores de How I Learned etc., siento una particular no ya devoción, sino más bien obsesión. En todos los periódicos se ha escrito estos días sobre el caso Salinger: escritor encerrado en su casa desde los años sesenta, hijoputa impenitente que maltrataba psicológica y físicamente a su hija y a sus ex mujeres, bebedor de su propio pis, experto políglota en lenguas supuestamente desconocidas (incluso para él: lo que viene llamándose glosolalia), prolífico escritor secreto que se ha negado a publicar desde su encierro y, sobre todo, autor de una de las novelas más infravaloradas y sobrevaloradas del siglo XX: El Guardián entre el Centeno.

¿Infravalorada El Guardián entre el Centeno? Pues sí, creo yo, aunque no en el sentido corriente del término. El Guardián es un icono cultural gigantesco que trasciende la órbita de la cultura estadounidense, hasta el punto de que, a veces, resulta difícil valorar su mérito literario. Es un poco como si nos pusiéramos a discutir, y perdónenme por la comparación, si Marilyn Monroe era buena actriz o si Hitler pudo tener en algún momento buenas intenciones. Así pues, podemos preguntarnos ¿cuánto hay en el Guardián de mito y cuánto de verdadero valor? ¿Hasta qué punto, cuando juzgamos el Guardián, no estamos también valorando cuestiones extraliterarias como la excéntrica y novelesca personalidad de su autor, o que el asesino de Lennon confesara haber decidido apretar el gatillo siguiendo el ejemplo moral de Holden Caulfield? Los árboles en ocasiones no dejan ver el bosque y en estos últimos días no han faltado artículos empeñados en menoscabar las cualidades literarias del Guardián. “Bah, si tampoco es para tanto”, se ha dicho; o “Salinger no era más que un imitador de Ring Lardner, que claro, era mucho mejor escritor que él aunque más desconocido”. Cosas así, que en el fondo no siguen otro criterio lógico que el que tienen los que dicen de Roberto Bolaño que “si lo lee todo el mundo, entonces es que no puede ser tan bueno”. Y hay quien lo dice, no se crean…



Franny y Zooey, uno de los títulos de la saga de los Glass, la triste historia de una familia de talentos frustados que ha servido de modelo a grandes películas como Los Tennenbaum o Un Conte de Noël.

Qué se le va a hacer, hay gente para todo, pero ir de iconoclasta y tirar abajo los mitos por el simple hecho de que sean mitos es, en el fondo, muy fácil. Lo que quiero decir con esto es que siempre se le ha puesto algún “pero” a Salinger. Como el reproche que le hacía recientemente Sánchez-Dragó: “sí, sí, el Guardián es muy bueno, pero el resto de su obra es una mierda”. Supongo que es difícil emitir cualquier tipo de juicio estético razonado cuando te has pasado varios años cortejando a Esperanza Aguirre, pero por lo menos podía haber intentado explicar qué tiene de malo el resto de la obra de Salinger, ¿no? La verdad es que eso es algo que me interesa: nunca he entendido qué tiene de maravilloso el Guardián que no tengan los Nueve cuentos, Seymour: una introducción, Levantad, carpinteros, la viga del tejado, Franny y Zooey o Hapworth 16, 1924. Sí, claro, el Guardián es una obra mucho más contundente y redonda que el resto, pero es que el resto de sus títulos publicados no son obras unitarias como el Guardian, sino que forman parte (con excepción de algunos de esos nueve cuentos) de una larga e inacabada saga familiar, la de los Glass, cuyo efecto depende no de cada lectura individual sino de la cualidad acumulativa del conjunto. De ahí que piense que El Guardián está un poco sobrevalorado en relación al resto de su obra: su sombra, por desgracia, es demasiado larga y demasiada gente le pide a sus otros libros lo que le dio El Guardián entre el Centeno.


Lo cual me lleva a la cuestión que verdaderamente me interesa sobre la muerte de Salinger; no soy muy original, lo siento, porque es la cuestión que verdaderamente nos interesa a todos los fans. ¿Qué pasa con el resto de la saga de los Glass? Sabemos por Joyce Maynard, una de sus ex amantes, que Salinger escribió al menos otros dos libros sobre la familia Glass. Según un vecino del escritor, el número de volúmenes inéditos podría ascender a quince. Así que, aquí estamos, mordiéndonos las uñas a la espera de que se haga público el contenido de su testamento, donde es probable que se encuentre la respuesta al enigma de su obra inédita. En principio, las diferentes posibilidades que me ocurren son las siguientes:


A) La que sugiere nuestro querido Jon Bilbao: que haya quemado todo lo que escribió en sus años de encierro. Bien pensado, yo diría que es posible, aunque no probable. Posible, sí, porque aunque una persona normal no decide así, de buenas a primeras, reducir a cenizas el trabajo de su vida, Salinger no era precisamente lo que se dice una persona normal. Déjenme que les recuerde un detalle muy importante por inverosímil que parezca: según su hija, a Jerome Salinger le gustaba beberse su propio pis y alguien que se bebe su propio pis es capaz de todo. Si no me creen, piensen en Howard Hughes, que también tenía una fuerte obsesión por su orina, y le dio por encerrarse en un hotel de las Vegas y dejarse crecer las uñas como un monje sufí. En resumen, que le veo capaz de quemarlo todo si no fuera por…

B) Que su hija jura y perjura que Salinger clasificaba todo lo que iba escribiendo en carpetas a las que asignaba colores. Rojo, para avisar que el escrito en cuestión podía ser publicado tal cual después de su muerte; verde para indicar a su agente que el texto necesitaba correcciones. A alguien tan neurótico, especialmente si sufre una cierta manía clasificatoria, lo último que se le ocurre es quemar su obra; los neuróticos somos más de acumular con ánimo de coleccionista, tanto objetos como manías, pero no para deshacernos luego de ellas. Con este razonamiento más o menos absurdo quiero convencerme de que existe una razonable posibilidad de que Salinger haya dejado incólumes todos sus escritos, aunque…

C) Si consideramos que Salinger odiaba a su hija, es también muy probable que la haya desheredado para impedir que se beneficie de las hipotéticas ganancias derivadas de la publicación póstuma de su obra inédita. El que sus escritos le hayan sobrevivido no quiere decir que los vayamos a ver publicados en un futuro cercano, pues existe la posibilidad de que Salinger decidiera imitar a Elías Canetti. Se meten los textos en una caja fuerte, se establece un fideicomiso y se dan instrucciones al banco para que la caja no se abra hasta pasados cincuenta, setenta o cien años, los que sean necesarios para impedir que los herederos se beneficien de su legado literario.

La quema de libros: una maldad previsible y, por tanto, vulgar.


Esta última posibilidad me parece la más atractiva, o dicho de otro manera, la que ofrece un punto final más coherente con su vida. Porque Salinger no era una mala persona, sino más bien un Hijo de Puta, en el lúcido sentido que le da a esta expresión Rodrigo Fresán: “alguien que, en cuanto se lo reconoce como tal, la mayoría de las veces ya es demasiado tarde y el hijo de puta cabalga hacia el poniente cantando The Lost Highway o algo por el estilo”. Quemar sus libros sería algo un poco previsible, digno de una mala persona o de un loco, pero no de un Hijo de Puta. Un Hijo de Puta como Salinger, que se pasó la vida entera, como él decía, “huyendo de la gente para que no intentaran hacerle feliz”, preferiría creo yo poner el manjar en la boca de sus seres queridos para luego quitárselo, conservar sus escritos intactos pero bien lejos de los ojos de todos sus contemporáneos, mientras se da la vuelta para reírse él solito de su última broma mientras camina hacia la puesta de sol cantando, en este caso, aquella canción de Robert Burns que tanto le gustaba a Holden Caulfield y que decía:

Gin a body meet a body

Comin thro' the rye,

Gin a body kiss a body,

Need a body cry?


Aunque, bien pensado, creo que este final le resultaría un poco cursi a Salinger; así que, ¿quién sabe lo que puede pasar…?

Y ahora les dejo con un relato que escribí hace un tiempo sobre el gran J.D., su título:


SALINGER EN TOMELLOSO.



─¡Qué desastre! Ha sido culpa mía. Déjeme que. En la cocina tengo. No puede salir luego así a la calle. Qué desastre. Pero por suerte creo que me queda… Sí, en la cocina. Vuelvo enseguida.

─Siéntese.

─Si no es nada. Además, ha sido culpa mía. ¡En toda la pechera! Es esta alfombra. Es demasiado vieja. Tropiezo con ella constantemente. Habrá que aprovechar el dinero del premio para comprar otra. Pero, lo dicho, un poco de Cebralín en la solapa y listo. ¿Qué es esto que tiene aquí debajo? Si me hace el favor de sacar lo que lleva en el bolsillo interior de la chaqueta, me la llevo a la cocina y se la limpio.

─Este traje cuesta mil quinientos dólares. Es un Armani.

─(…) ¿Quiere otro café?

─Siéntese.

─Lamento haberle tirado el café encima. Estoy un poco nervioso, es la primera vez que. ¿De dónde es su acento? ¿Ciudad Real?

─Manhattan.

─Qué raro… Bueno, no se preocupe. Le extenderé un cheque por el importe de la tintorería. Además, para compensarle le voy a regalar un ejemplar de mi novela. Recién salida de la imprenta. Es lo menos que puedo hacer. Está gustando mucho, un amigo que tiene una librería en Ciudad Real me dijo ayer que se la están quitando de las manos. Por cierto, ¿cómo dijo usted que se llamaba? Es para la dedicatoria.

─No dije que me llamase de ninguna manera. Por favor, ¿podemos empezar ya con el asunto que nos ocupa?

─Está bien, cuando quiera. ¿Corro las cortinas?

─No es necesario.

─Ah, pensé que le hacía daño la luz. Como no se ha quitado las gafas de sol… ¿Por dónde empezamos?

─Por el principio.

─¿Quiere que le cuente dónde nací, cómo fue todo eso de mi infancia y demás, estilo David Copperfield? Ja, ja, no creo que interese demasiado a sus lectores. Por cierto, tengo que pedirle una cosa. No me saque fotos.

─No he traído cámara y además yo no…

─Ah, perdóneme. Pensé que era una cámara lo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta... Entonces, perfecto. Es una pequeña manía mía lo de las fotos. Es que siempre firmo con seudónimo, porque todo eso de la fama no me interesa para nada. Ayer, sin ir más lejos, me enteré de que los de Quijote TV están interesados en hacerme una entrevista. Es la primera vez en veinte años que alguien de Tomelloso gana el concurso de novela. Siempre se lo llevaba alguien de fuera. Pues bien, aun así, le dije a mi agente que ni se le ocurriera darles mi nombre y mi dirección a esos de la tele. Como le digo, prefiero permanecer en un relativo anonimato. Llámelo modestia, si quiere.

─¿O quizá tiene algo que ocultar?

─(…) Mire usted, no hay cosa en el mundo que me resulte más despreciable que la hipocresía. ¿Algo que ocultar? Siempre he llamado a las cosas por su nombre. Así que, puestos a criticar, le voy a decir una cosa. La forma que tienen ustedes, los del Lanza, de promover la cultura de nuestra región deja bastante que desear. Mucho quijote y mucha iniciativa institucional, sí, esas noticias las cubren siempre. Y con muchas fotos. Pero, en confianza, dígame: ¿a quién le interesa el Quijote? Le diré a quién. Aquí en Tomelloso, al del mesón de abajo, que les vende a los turistas molinos en miniatura por diez euros. ¿Sabe cuál es la lectura más popular aquí cerca, en Alcázar de San Juan? Las esquelas que pone el ayuntamiento en la vitrina de la plaza del pueblo. Pásese por allí un domingo por la mañana y verá la de gente que hace corro para leer quién ha muerto a lo largo de la semana. Ahora que, lo que es yo, no trago con todo eso. Yo digo las cosas por su nombre, fíjese lo que le digo: ¡por su nombre! Y si hay que decir en público que el manchego es un zoquete, pues se dice. Si hay algo que detesto, es la hipocresía.

─Quiero que me hable sobre J. D. Salinger.

─¿Salinger? Ja, ja (…) Bueno, si le soy sincero, casi preferiría que no escribiera sobre eso. Es así como me llamaban: el Salinger de Tomelloso. Hace un tiempo, en una tertulia literaria alguien habló sobre mis relatos. Siempre los envío a concursos de La Mancha, ¿sabe? Y aunque entonces todavía no había ganado ninguno, de tanto participar, mis cuentos llegaron a ser fácilmente reconocibles. Los jurados suelen ser de la zona y, ya se sabe, la provincia de Ciudad Real es pequeña, y aquí se conoce todo el mundo. Lo malo es, precisamente, cuando nadie te conoce, porque eso le pone a uno en el punto de mira de todos. Yo estaba presente en la tertulia aquella donde se empezó a criticar a “ese juntaletras de fuera que se burla de los manchegos en todos nuestros certámenes con sus cuentos soeces”. El que dijo aquello era miembro del jurado de Alcázar de San Juan; sin embargo, se equivocaba de medio a medio porque yo también soy de por aquí: nací en Tomelloso. No sabía que el autor de aquellos cuentos estaba delante de sus narices, escuchándole. Es la ventaja que tiene participar con seudónimo. “Están escritos con un vocabulario vulgar y presentan un reflejo de la realidad totalmente equivocado”, siguió diciendo. “Para colmo, los finales están inacabados. En fin, larguísimas digresiones sobre jóvenes desorientados que, en el fondo, no son más que una mala imitación de El guardian entre el centeno”…

─¿Con que mala imitación, eh?

─No crea que me disgustaba la comparación. Admiro enormemente a Salinger. Lo que más me molestó fue eso de los “finales inacabados”. “Si sigue escribiendo este tipo de finales, no ganará ningún concurso”, dijo. Me dio por pensar que ese crítico de tres al cuarto jamás había oído hablar de los finales abiertos. No debía haber leído a Salinger en su vida.

─Eso puedo asegurárselo.

─Veo que usted entiende de literatura. Precisamente los finales abiertos son lo más característico de Salinger. Pues bueno, como le iba diciendo, después de aquella perorata, los escritorzuelos del pueblo empezaron a hablar de aquel misterioso “Salinger de Tomelloso”, sin darse cuenta de que estaba entre ellos. Lo irónico fue que, unos meses más tarde, mandé mi novela al concurso de Tomelloso y gané. Le he contado todo esto como anécdota, pero le ruego de nuevo que no escriba sobre ello. No soy vengativo y no quiero reírme de los que un día se rieron de mí. Tenga.

─¿Qué esto?

─Lea, hombre.

─”5. En su ataque a los valores tradicionales y a la apolillada cultura manchega usted es un francotirador incansable, ¿cree que la prensa debería prestar más atención al tipo de literatura que usted hace?”, “6. Su obra constituye un lúcido análisis de la juventud castellana de hoy en día, con sus deplorables usos y costumbres, ¿cuál es, pues, el futuro que usted vislumbra para nuestra tierra?” (…) Pero, ¿qué es esto?

─¿Pues qué va a ser? Las preguntas de la entrevista. Me he tomado la libertad de redactarlas yo mismo. Son mucho más interesantes que esa historia de Salinger y así, además, le ahorro el trabajo. Es posible que resulten un tanto frías e imparciales. Los escritores tendemos a la hipérbole y quizá me haya excedido intentando evitar esa inclinación. Por otro lado, no quería que resultaran tendenciosas.

─Yo no soy periodista.

─¿Cómo? ¿No le han mandado del diario Lanza?

─Claro que no.

─En verdad que es extraño… Mi agente me dijo que enviarían esta tarde a un reportero para entrevistarme por lo del premio. Así que, ¿no es usted?

─No.

─¿Por qué no me lo ha dicho antes?

─No me dejó hablar.

─Ah… Hmm, ya decía yo que el acento… Pero entonces, ¿por qué ha dicho que quería hacerme unas preguntas cuando le he abierto la puerta?

─Porque quiero hacerle unas preguntas.

─No entiendo.

─No se preocupe. Lo va a entender muy rápido. Veamos… Aquí está. Sí, por ejemplo éste: “Aquel invierno Cayetana hizo todo lo posible por menearse a lo largo y ancho de Tomelloso con los jóvenes más fotogénicos de todos cuantos tomaban scotch con soda en la sala VIP del Club de la Golondrina. No se le daba del todo mal. Tenía buen tipo, vestía caro y con buen gusto y era considerada Inteligente. Para las debutantes de Tomelloso, aquella fue la primera temporada en que lo que estaba de moda era ser Inteligente”. ¿Ha escrito usted esto?

─Sí.

─¿La sala VIP del Club de la Golondrina?

─Es uno de los prostíbulos que hay en la carretera a Argamasilla de Alba.

─Qué curioso. En Nueva York tenemos también un Stork Club. Stork significa “golondrina”, ¿sabe?

─¿No me diga? Qué casualidad.

─Ya lo creo. Durante los años treinta y los cuarenta fue el lugar de encuentro de la flor y nata de Manhattan. Un sitio frecuentado especialmente por las debutantes que buscaban novio rico. A juzgar por su relato, las niñas bien de por aquí no han evolucionado mucho desde entonces. Incluso siguen prefiriendo a los clientes del Stork Club.

─¿Está insinuando algo?

─Que tiene usted un gran talento para la ironía. Debutantes… La “temporada”… Corríjame si me equivoco, el relato al que pertenece a este extracto llevaba por título “El largo debut de Cayetana Linares” y lo envió usted al III Certamen Literario Villa de Membrilla en el año 2003. ¿Correcto?

─Así es. Pero no gané ningún premio, no se crea que.

─Correcto, eso es lo que tengo apuntado en mis notas. ¿Qué me dice de este otro? “El joven sargento de la casa-cuartel de la Guardia Civil de Tomelloso, Juan Fernández Ortega, ASN 32325200, llevaba puestos unos pantalones de franela gris, una camisa blanca con el cuello abierto, calcetines a rombos, un par de zapatos gruesos y un sombrero marrón oscuro con una banda negra. Tenía los pies encima de su escritorio, un paquete de cigarrillos al alcance de la mano y, de un momento a otro, su madre estaba a punto de llegar con un vaso de leche y un trozo de tarta de chocolate”.

─Es otro de mis relatos.

─¿Así que éste también lo ha escrito usted?

─Le acabo de decir que es mío, ¿no?

─Desde luego apareció firmado con su nombre entre los finalistas del IV Premio Nacional de Relato Corto de Manzanares, en 2005. Pero no le he preguntado si es suyo. Lo que quiero saber es si lo escribió usted.

─¡Por supuesto!

─¿Estaría dispuesto a firmar una declaración jurada donde conste que usted firmó ese relato con su nombre?

─Faltaría más. (…) ¿Me está diciendo que hay alguna duda sobre la autoría de mis textos?

─En absoluto. No tengo ninguna duda al respecto. Aunque es un poco extraña la manera en que va vestido el sargento de su relato, ¿no cree?

─Usted mismo acaba de decir que tengo gran talento para la ironía.

─¿También es una ironía que ese número de identificación, ASN 32325200, fuese el que J. D. Salinger llevaba en su chapa cuando le enviaron a la Segunda Guerra Mundial?

─Oiga, ni siquiera me llevé una mención honorífica por ese relato y…

─Claro que la novela que acaba de publicar es un asunto bien distinto. ¿Cuánto ha sacado del premio? ¿Dos mil quinientos euros?

─Mil setecientos después de impuestos, aunque…

─Justo lo que cuesta mi traje. Una bagatela. Una vulgar bagatela a cambio de la cual usted ha entregado una obra maestra.

─Muchas gracias, pero déjeme decirle que…

─No, insisto. Es una auténtica obra maestra. “Papi, viejo querido, apelo particularmente a tu fascinante, aunque inocente, talento para rezar por los demás. Recuerda que no estoy libre de excusarme de mis responsabilidades por el mero hecho de tener tan solo siete años. Si me sigo excusando con pretextos tan banales y corruptos, puedes llamarme mentiroso y cobarde. Un fraude, en definitiva, por poner excusas baratas como esas”.

─Veo que ya ha leído mi novela.

─Me gustó mucho. Aunque, si quiere que le diga la verdad, el final desmerece un poco. Deja todos los cabos demasiado bien atados.

─Bueno, pensé que quizá me convenía cambiar de estilo y cerrar un poco el final.

─¿Y eso fue antes, o después de escuchar aquella conversación en la tertulia?

─(…)

─¿Sabe qué es lo que más me gusta de su novela? El protagonista, Saturnino, ese niño de siete años que tiene el don de escribir como un universitario. ¿De dónde sacó usted esa gran idea?

─Si quieren que devuelva el premio, yo…

─Déjeme que conteste yo mismo a la pregunta. La sacó de la edición del New Yorker del 19 de Junio de 1965, donde esa misma novela se publicó bajo el título de Hapworth 16, 1924. Eso sí, el final era distinto. Más… ¿cómo diría usted? Más abierto.

─(…)

─Le preguntaré de nuevo: ¿está usted dispuesto a firmar una declaración jurada donde conste que usted firmó esa novela con su nombre?

─Le extenderé ahora mismo un cheque por la cuantía del premio.

─Puede quedarse con el dinero.

─¿Cómo dice?

─Que puede quedarse con el dinero. A la persona que me ha contratado lo único que le interesa es que firme usted esa declaración.

─¿La persona que le ha contratado? Espere un momento, ¿quiere decir que no trabaja para el Certamen de Novela de Tomelloso?

─No.

─Entonces, ¿es usted un jurado independiente?

─Podría decirse así.

─¿Quién le envía?

─Jerome David Salinger, por supuesto.

─(…)

─Aquí tiene la declaración. En ella encontrará un inventario exhaustivo de la novela y los veinticuatro relatos de Mr. Salinger que usted envió a concursos de la provincia de Ciudad Real a lo largo de los últimos siete años.

─¿Está bromeando, verdad?

─Son veinticuatro relatos, ¿no? ¿Me he dejado alguno?

─Me refiero a lo de Salinger. No pensará que voy a creer que.

─Ya lo suponía. Tome.

─(…)

─Es la única foto que Mr. Salinger se ha dejado tomar desde 1965.

─Ya veo. Y aquí está usted, al lado suyo.

─Mr. Salinger hizo una barbacoa para sus amigos y pensó que si le enseñaba esta foto, entendería enseguida la seriedad del asunto.

─Va usted vestido igual, con el Armani y las gafas de sol.

─Es mi traje de trabajo. Ande, firme.

─Yo… Quiero que sepa que no lo hice con mala intención. No vaya a pensar el señor Salinger que pretendía aprovecharme de su fama. Llevo treinta años escribiendo y, hasta ahora, no le había copiado una sola línea a nadie. ¿Y para que me ha servido? Para nada, ni una mísera publicación. Yo soy contable, ¿sabe usted? Bueno, era contable, porque me despidieron hace siete años. Sí, me quedé sin trabajo y entonces pensé: “no me vendría mal ganar algún concurso literario”. El paro casi no me daba para llegar a fin de mes, así que… Bueno, el caso es que encontré los relatos inéditos de Salinger, o casi inéditos porque salieron en publicaciones muy difíciles de rastrear y nunca permitió que se recopilaran. Así que me dije: “nadie ha leído esto en cuarenta años y Salinger no ha publicado nada desde entonces, ¿por qué no los traduces y los envías con tu nombre a los concursos de la zona? Nadie se va a enterar”. Al principio me sentí muy mal.

─¿Por qué? ¿Porque no ganaban ningún concurso?

─¡Por supuesto!

─Le entiendo. De hecho eso es lo que más ha molestado a Mr. Salinger de todo este desagradable incidente.

─Pero, para serle sincero, también me sentía mal conmigo mismo por ser incapaz de hacer un trabajo original. Así que empecé a añadir pequeños detalles a los cuentos. Anécdotas locales, nombres de conocidos, un poco de crítica social… Es decir, el toque personal. Por eso alcancé el triunfo con la novela. No me negará que, al menos, eso conseguí. Mucho más que Salinger, que nunca la llegó a distribuir.

─A usted le han publicado la novela porque le cambió el final y le puso uno comercial. ¿De qué “toque personal” está hablando? ¿Cambiar dos o tres nombres y citar el pueblo de Tomelloso en cada relato? Ni siquiera se ha molestado en quitar los detalles que le delataban.

─Oiga usted. No sé de qué agencia de detectives o de matones habrá salido, pero aunque me haya descubierto no tiene usted derecho a juzgar mi obra literaria.

─Perdóneme, pero creo estar más que cualificado para hacerlo. Además, no soy detective. Ni matón. Yo también soy escritor.

─Escritor, escritor… Hoy en día todo el mundo escribe. ¿Y qué es lo que ha escrito usted, si puede saberse? Su cara no me suena.

─Por supuesto que no. Esa es la razón por la que me envió Mr. Salinger, porque a mí no puede reconocerme. Nadie ha visto mi cara en la contraportada de mis libros.

─Así que ha publicado de negro.

─Al contrario. Es que si hay algo en lo que coincido con Mr. Salinger, es en lo de las fotos. Nunca permito que me saquen una.

─(…) ¡Oh! Dios mío, entonces es usted…

─Sí, soy yo. Y ahora, si es tan amable, fírmeme la declaración.

─Lo haré encantado si me dedica un ejemplar de La subasta del lote 49. Tengo uno aquí mismo, en el salón.

─Tráigalo y acabemos con esto. (…) “Para Mordecai Malarrama”, ¿no es así?

─Sí, ese es mi seudónimo. Ponga “Para Mordecai Mordecai, nuevo fénix de las letras españolas, de su gran amigo…”

─Ya está. Tenga. Ahora, firme usted.

─Muy bien. ¿Aquí abajo?

─Sí, ahí.

─Listo. Bueno, ha sido un placer conocerle. Ja, ja, ¡qué curioso! Nunca imaginé que usted hablaría español. Espero que tenga un buen viaje de vuelta a Nueva York, y cuando vea de nuevo al señor Salinger déle mis mejores deseos.

─Siéntese. No hemos acabado todavía.

─¿Ah, no? ¿Qué es esto?

─Una moneda. Es para usted.

─Es un dólar de plata.

─Mr. Salinger quiere dársela en pago de la declaración. Hay quien piensa que Mr. Salinger es un hombre cruel. Que es capaz de llegar a cualquier extremo por proteger su obra. Se ha llegado a decir de todo: que maltrataba a su esposa y a su hija, que bebía sus propios orines, que abusaba de muchachas jóvenes… Pero yo, en cambio, le puedo asegurar que Mr. Salinger detesta la crueldad gratuita; muy al contrario, es un hombre que se piensa muy bien las cosas antes de hacerlas. Por eso no ha publicado nada en tanto tiempo, aunque, en confianza, le diré que en su casa hay un arcón lleno de manuscritos que no ha leído nadie. Sí, podríamos decir que su problema es que se piensa demasiado las cosas. Ése es el motivo por el cual deseaba que usted firmase esta declaración jurada. Antes de dar el siguiente paso quiere estar completamente seguro de que usted admite su culpabilidad.

─¿Cómo el siguiente paso?

─Verá, como le he dicho, Mr. Salinger no es un hombre cruel, pero su sentido del humor puede serlo a veces. Es una de sus peculiaridades. Si se le ocurre un buen chiste, no puede evitar la tentación de hacerlo, sin importar las consecuencias. Es algo superior a sus fuerzas. De ahí su inmerecida mala fama. Por otro lado, es un hombre religioso. Cree que cada crimen ha de ser pagado por tres. A Mr. Salinger le fascina la simbología bíblica, como usted sabe. Por eso me ha dado estas tres monedas. Una por el padre, otra por el hijo y otra por el Espíritu Santo. La primera es para pagarle la declaración.

─¿Y las otras dos?

─Son también para usted. Mr. Salinger tiene una última pregunta que hacerle. Yo se la formularé y a cambio de la segunda moneda quiere que usted la responda. Con sinceridad absoluta. Es algo que ha mantenido en vilo a Mr. Salinger desde el principio.

─¿De qué se trata?

─¿Dónde encontró sus relatos y su novela? Sabemos que usted no los sacó de ningún archivo. Mr. Salinger investigó los registros de todas las hemerotecas de Estados Unidos y en ninguno de ellos consta que usted haya tomado algún préstamo. Queda la opción de que comprase a coleccionistas privados las revistas donde aparecieron publicados durante los años cuarenta, pero le hubiera llevado una vida entera conseguir todos los relatos. ¿Cómo lo hizo?

─Buscando en el Google. “Salinger+Short+Stories”.

─(…) Ah, debí habérmelo imaginado. Me temo que Mr. Salinger no está muy al tanto de las nuevas tecnologías. Tome. Es suya la moneda.

─Por el hijo.

─Eso es. Bueno, creo que está ya todo aclarado entonces.

─¿Y la tercera?

─Casi se me olvidaba. Aquí la tiene.

─Gracias.

─Y ahora, si me permite…

─Oh, no hace falta que se quite la chaqueta. Con lo cara que es, no se vaya a estropear al colgarla. Si tiene calor puedo poner el aire acondicionado.

─No es necesario. Sólo quiero coger lo que llevo en el bolsillo.

─¿Qué quiere a cambio de la moneda?

─¿De veras no lo sabe?

─Oiga, ¿qué va a hacer con eso? Pero si me dijo que usted no…

─Le mentí. Como le dije, a veces Mr. Salinger tiene un sentido del humor un poco cruel.

─Apártela de mi cara, si es tan amable. Yo no veo el humor por ningún lado.

─Eso es porque Mr. Salinger tiene más talento para la ironía que usted.

─¿De verdad tiene que hacerlo? ¿No es posible que las cosas acaben de otra manera?

─¿Qué haría usted si le robasen su obra literaria? ¿Premiar al culpable por ello? Cada crimen ha de ser pagado por tres. Es necesario equilibrar la balanza. Un asunto del karma. Ya sabe que Mr. Salinger es un hombre muy espiritual.

─Se lo ruego, apártela.

─Es usted culpable de soberbia. Ha insultado a Mr. Salinger. Ha insultado a América y ha insultado al pueblo de Tomelloso. El plagio no ha de quedar sin castigo.

─No lo volveré a hacer.

─Ése no es el problema. Hoy ha sido usted, pero si dejamos este asunto sin resolver, mañana podría ser cualquier otro. Es mi deber como autor y como amigo de Mr. Salinger proteger su obra, por la sencilla razón de que podría pasar lo mismo con la mía y, sinceramente, no me apetece nada que un farsante cualquiera plagie mis novelas reescribiendo algunos detalles, metiendo chistes fáciles o cambiando los finales. Si quiere que le sea sincero, eso fue lo que más molestó a Mr. Salinger. Que le cambiase el final de su novela para ganar un concurso.

─Tenga cuidado, puede dispararse.

─Aquí se termina su carrera literaria.

─¿Así, sin más?

─No volverá a ganar ningún concurso. A Mr. Salinger le gustan demasiado los finales abiertos.
─(…) Dispare ya y acabemos de una vez.
─Mire el lado bueno: al menos ahora todo el mundo le reconocerá. Póngase de perfil, por favor.



sábado, 10 de octubre de 2009

Cierre temporal por traslado.


Por la presente, comunicamos a nuestros lectores el cierre temporal de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, debido al reciente traslado del Dr. Malarrama a la ciudad de Los Ángeles, por motivos que, insiste el Dr., deberán permanecer de momento en el limbo de la incertidumbre. Hasta su regreso, que tendrá lugar a comienzos del año que viene, invitamos a nuestros lectores a seguir las andanzas del Dr. Malarrama en Miedo y Asco en Santa Mónica, blog de previsible título que ha abierto con el próposito de que sus seguidores puedan... no me sale la palabra... seguir sus andanzas.
http:/miedoyascoensantamonica.blogspot.com

sábado, 5 de septiembre de 2009

Malditos Bastardos (Inglourious Basterds). La representación del nazismo en el cine (y II)

Hitler...

En uno de esos cambios de sentido que, ay mis sufridos lectores, les obligo a seguir en este inconstante blog, dediqué mi última entrada no a relatarles ninguna anécdota (convenientemente exagerada) de mi alter-ego, el dr. Malarrama; ni a divagar sobre el Barroco; ni a pegar links para descargar alguna película todavía no estrenada; ni a hablar sobre libros raros, ilustraciones desquiciadas o bibliófilos maniáticos, como les había acostumbrado últimamente en un intento de programarle el GPS a este espacio; pues no, estuvimos hablando sobre la representación del nazismo en el cine, dos palabras hechas para rimar y, por tanto, ir siempre irrevocablemente unidas. Pues bien, queridos lectores, ya pueden respirar tranquilos una, dos, tres veces, después de este largo párrafo, que ya he llegado adónde quería llegar: a decirles que a partir de ahora pueden abandonar todas sus esperanzas de que, algún día, se hable en este blog de algún tema constante. Vamos, que seguiré haciendo lo que he venido haciendo hasta ahora: hablar de lo que me da la gana. Y como prueba, en la entrada de hoy seguiré hablando, precisamente, de Hitler. O más en concreto: de Hitler, y de ese otro personaje especialmente bajito y repugnante llamado Goebbels.

¿Y por qué? Pues porque en la anterior entrada llegué a una conclusión que querría desarrollar, y para tal propósito me viene de perlas una película que está a punto de estrenarse. Malditos Bastardos, de Quentin Tarantino.

Lo que venía argumentando hace unos meses, a raíz de la película El Hundimiento, la cual me entretuvo y me incomodó a partes iguales, era que a la hora de representar el nazismo en la gran pantalla, especialmente si se trata de personajes históricos, no importa tanto que el retrato que se haga de ellos sea el de un villano de cartón piedra o que, por el contrario, se le de alguna buena calidad compensatoria, como ocurría en dicha película; lo único que importa es que el retrato, ya sea de Hitler, de Goebbels, de Göring, de Speer o de quien sea, funcione como un espejo del espectador. Es decir, que cuando lo miremos no nos resulte tan ajeno, tan incomprensibles: que no veamos solo al monstruo, o mejor, que cuando los miremos veamos también, como decía Johnny Cash, un cantante muy querido por Tarantino, la bestia dentro de mí. Solo así tiene algún sentido el retrato de estos personajes. Solo así sirve para algo.

Abogamos, en este sentido, por la aproximación caricaturesca a dichos personajes. Pero no por una caricatura cualquiera de trazo grueso, sino por una que nos permita adivinar algo reconocible y cotidiano bajo los gestos exagerados y los rasgos inhumanos que se nos presentan. Pues bien, esto es precisamente lo que nos vamos a encontrar en la última película de Tarantino.

Pero, antes de seguir: una advertencia. Soy consciente de que, cuando escribo esto, aún faltan un par de semanas para el estreno de Malditos Bastardos, y sinceramente, es una película que mejor no estropear con spoilers, así que les pido, amigos y amigas, que si ustedes son de esas personas a quienes el conocer de antemano el final de una película les hace disfrutar menos su visionado, les pido, insisto, que dejen de leer aquí y ahora. ¿Siguen ahí? Pues bajo su cuenta y riesgo, ustedes verán.

Les pondré en antecedentes. Tarantino, París, 1944. Goebbels decide estrenar en París su última producción, Stolz der Nation, un filme donde, en contra de su costumbre de fomentar los géneros cómico y musical para aumentar la moral de la población, se recurre a una historia “real” del género bélico, la insólita hazaña de Friedrich Zoller (Daniel Brühl), un soldado que, viéndose atrapado en lo alto de un campanario en una población rusa, mata nada menos que a 300 soldados enemigos a lo largo de cuatro días. Sin embargo, Zoller, quien se interpreta a sí mismo en la película, es perfectamente consciente de su impostada condición de héroe nacional. Matar 300 hombres no fue para él una cuestión de valentía, sino de supervivencia. El caso es que Zoller, cinéfilo irredento, llega a París con la comitiva de Goebbels para preparar el estreno de la película; y en estas, conoce a la joven propietaria de un cine, de la que se enamora, y quizá no para impresionarla ni para seducirla, sino intentando estúpidamente hacerle un favor, le propone utilizar su local para el estreno de Stolz der Nation. Estreno al que asistirán nada menos que Goebbels, Göring, Bormann, es decir, la cúpula mayor del Reich; pero también el mismísimo Führer, Adolf Hitler.


...Goebbels...

Ya se pueden imaginar por dónde va la cosa y en qué puede resultar dicho planteamiento. No diré más, porque lo que me interesa son los personajes de Goebbels y Hitler, que en principio pueden parecer un tanto incidentales en la película, pero que acaban teniendo un papel muy importante en su discurso.

La presencia de Hitler en Malditos Bastardos no sorprenderá a nadie. Ya lo hemos visto en el trailer gritando ese nein, nein, nein que nos anuncia el tratamiento que Tarantino ha dado al personaje: un tratamiento caricaturesco, qué duda cabe, pero interpretado por un buen actor (Martin Wuttke) que ha sabido modular sutilmente esa característica tan esencial de Hitler en la que tanto ha insistido la historiografía, su continuo pasar, a veces en medio de una frase, de un histrionismo gritón a un tono meditabundo y reflexivo. Más allá de eso, el personaje no tiene mayor profundidad humana. ¿Cómo tenerla? ¿Acaso sabemos algo de dicha humanidad como para podérsela dar? Y sin embargo, en una escena, una de las últimas de la película, y en mi opinión, una de las más desconcertantes del cine de Tarantino, mientras todos los mandamases del Reich se encuentran en la sala viendo entusiasmados Stolz der Nation, Hitler hace algo sobrecogedor que resume, en cuestión de un segundo, la naturaleza de su humanidad.

Pero dejemos esto para luego porque me gustaría hablar antes sobre Goebbels (Sylvester Groth), un personaje que en Malditos Bastardos responde de una manera bastante exacta al modelo de representación del nazi por el que yo abogaba en la anterior entrada. El amigo Goebbels aparece, básicamente, en dos escenas. La primera de ellas es un desayuno, al que asisten Friedrich Zoller, la dueña del cine y varios altos mandos de las SS, en el que Goebbels lleva el peso de la conversación; una conversación dedicada a negociar con la dueña del cine los pormenores relativos al estreno de la película, pero hábilmente sazonada por Goebbels con las mismas digresiones y chascarrillos de las que un empresario podría hacer gala mientras cierra un trato con un cliente en un prostíbulo. La segunda escena tiene lugar durante la proyección de la película. Goebbels contempla la película, de la que se siente responsable, pero inseguro de su resultado. Casi podemos verle temblar hasta que Hitler le susurra al oído: “Joseph, creo que has hecho tu mejor película”. Y Goebbels sonríe de oreja a oreja como un niño en la mañana de Reyes.

No es necesario leer y releer los diarios de Goebbels, y luego hacer un profundo análisis psicológico de su personalidad para retratarlo de manera verosímil en pantalla. Al menos a mí estos dos detalles, su babosería putañera y su sincero deseo de agradar, me bastan. Y me bastan porque me son inmediatamente reconocibles: puedo ver semejantes actitudes en gente que conozco o que he conocido, o incluso en mí mismo. Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, decía Baudelaire. Oh, hipócrita espectador, mi igual, mi hermano, podría decir el Goebbels de Tarantino.

Quedémonos con esta hipocresía apenas esbozada en Goebbels, o dicho de otro modo, con este espejo que por un breve instante nos devuelve de refilón un destello de nosotros mismos y de la gente que nos rodea. Quedémonos con él, digo, porque vamos a volver con Hitler ahí donde lo dejamos, sentado en su butaca, mirando con interés la película, sin estar del todo seguro todavía si le gusta o no, pero a pesar de todo siguiendo con atención el desarrollo de Stolz der Nation. Uno tras otro caen los soldados rusos, en la pantalla Friedrich Zoller haciendo de Friedrich Zoller se limpia el sudor, apunta con el rifle y mata a dos o tres soldados más. Caen como moscas. Los cadáveres se acumulan. Sobre el pavimento, en una fuente, cayendo por las ventanas. Y entonces Hitler reacciona y sin dejar de mirar la pantalla hace ese gesto revelador de su humanidad que antes dejamos en suspenso.

Hitler se ríe. No, no se ríe. Se carcajea. Se parte el culo.


...y el Cine.

Se lo está pasando en grande, eso es evidente. Al principio, cuando uno ve a Hitler reírse es inevitable esbozar también una pequeña sonrisa. La ironía parece clara. Hitler está celebrando una película que es una mera exageración, un claro ejemplo de mal gusto, de irrealidad en estado puro; y la celebra creyendo que una película es lo mismo que la realidad, que es lo mismo que la experiencia que vivió Friedrich Zoller, una experiencia que probablemente nada tuvo que ver con las imágenes heroicas de la película, pues Zoller hizo lo que cualquier persona asustada hubiera hecho en su situación al ver que la muerte se acerca. Sí, al principio te ríes de Hitler, hasta que de repente se te congela la risa. Te acabas de acordar de algo. Hace unos minutos cuando Tarantino te estaba mostrando las barbaridades que los Bastardos cometen con los nazis, cabezas aplastadas con un bate, disparos gratuitos, cueros cabelludos arrancados a golpe de machete, al verlas, tú también te has reído. Y tu risa ha sido la misma que la de Hitler: una risa que surge fruto del placer y de la admiración.

Hipócrita espectador. ¿No es esa la misma risa con la que celebrábamos los chorretones de sangre de Kill Bill o los pedacitos de cerebro en el asiento trasero de un coche en Pulp Fiction? Sí, es posible que en esta escena, al hacernos sentar en la misma butaca que Hitler, Tarantino esté cuestionando su propio modo de representar la violencia en sus películas, o tal vez, la representación de la violencia en cualquier película. Pero más allá de eso, Tarantino nos está advirtiendo de algo que parece obvio pero que es algo de lo que muchas veces nos olvidamos: que una imagen no es igual a la cosa que representa. Que Hitler no es eso que está en la pantalla. Que Goebbels tampoco. Que ninguna imagen de la violencia y del horror y de los vagones de madera y de los judíos de Schindler no nos puede enseñar la verdad. Al menos no de forma directa. Tan sólo podemos adivinarla, por alusión, tomando un desvío, bajo la imagen, un desvío que nos lleva a nosotros mismos, al único lugar donde podemos encontrarla. En nuestro interior. El verdadero protagonista de Malditos Bastardos, el coronel de las SS Hans Landa, nos lo explica así al principio de la película: “Si tuviéramos que buscar un equivalente a los alemanes en el mundo de las bestias, diríamos que es el halcón; si tuviéramos que buscárselo a los judíos, diríamos que la rata. ¿Y qué hace ud. con las ratas? Las mata, ¿no? Desde luego no le ofrecerá este vaso de leche que acaba de ofrecerme a mí. ¿Y cuál es la razón de tanta agresividad? Tan probable es que una rata le contagie una enfermedad como que lo haga una ardilla. Ambos son roedores. Y sin embargo, a una ardilla jamás la trataría igual.”

Ah, the beast in me…

Y es por todo esto que el retrato del nazismo que se hace en Malditos Bastardos es uno de los más honestos (y humildes) que puedo recordar. Y eso que, contra lo que prometí, no les he contado el final de la película.

miércoles, 3 de junio de 2009

Sobre la representación del nazismo.

Demasiado espacio le hemos dedicado últimamente a los libros, con tanta Bernarda Alba, Luigi Serafini y demás. Como no sólo de letras vive el hombre, en la entrada de hoy volvemos a un tema que tenemos un poco abandonado desde hace algunos meses: el cine.

¡Ah, la imagen cinematográfica! Qué traidora es a veces... Quería dedicar algunas líneas a este tema después de haber visto, hace unos días y con mucho retraso con respecto a su estreno, una película que en su momento dio mucho que hablar; más en Alemania que aquí, todo hay que decirlo. Me refiero a El Hundimiento, de Oliver Hirschbiegel.

El Hundimiento viene a contarnos los eventos sucedidos en el bunker de Hitler durante los quince o veinte días que duró el sitio de Berlín; incluyendo, claro está, el sucidio de Hitler y Eva Braun. La película tuvo cierta relevancia por varios motivos. Uno, la soberbia aunque discutible interpretación que Bruno Ganz hace del Führer. Dos, la decisión del director y del actor de representar no a un monstruo, sino a un ser humano. Y tres, el hecho de que no es muy frecuente que el cine alemán aborde estos temas, por motivos obvios; y mucho menos cuando de lo que se trata no es de poner distancia entre Hitler y el espectador, sino todo lo contrario.

La polémica que suscitó El Hundimiento en Alemania no llegó a España, o acaso tan solo los ecos de la voz gritona de Wim Wenders, quien criticó la película alegando que, en sus pretensiones de representar a Hitler como un ser humano, lo único que consigue es glorificarle. En realidad, no se le escuchó mucho, y con razón. Sus acusaciones resultaban un tanto sospechosas si se tomaban en consideración los celos que Wenders (quien en su momento fue el director alemán más conocido fuera de su país) pudiera sentir hacia El Hundimiento, que ya se ha convertido en la película más exitosa de la historia del cine alemán.

Vista ahora, con distancia, me pregunto si Wenders no tenía en el fondo un poco de razón. No en lo de la glorificación de Hitler: estoy convencido de que no era ésa la intención de Hirschbiegel y dudo que, la fuera no, el resultado final produzca dicho efecto en absoluto. Sin embargo, sí me parece que tiene razón al advertir que su intento de representar humanamente a Hitler fue un fracaso.

Porque la pregunta es ¿se puede representar humanamente a Hitler? La respuesta que tradicionalmente se ha dado es “no”. El argumento que hay detrás de esta respuesta me parece, sin embargo, equivocado. “Hitler fue un monstruo”, nos han dicho; “lo que hizo es incomprensible, un ser humano no es capaz de hacerlo”.

Este tipo de argumentación, creo yo, está basada en un falso silogismo. Es falso y además, peligroso, porque cuando lo formulamos, lo que queremos decir es: “nosotros no seríamos capaces de hacer lo que hizo Hitler”. Pero, aunque esto último sea cierto (o al menos, debemos suponerlo así), eso no quiere decir que Hitler no fuera humano, esto es, capaz de sentir algo por alguien, de una manera más o menos desinteresada.

Esto es precisamente lo que se esfuerza por demostrar la película, y hay que darle las gracias de que lo haga de forma relativamente sutil. O quizá no tanto... En la primera escena de El Hundimiento vemos cómo Hitler escoge a su nueva secretaria entre varias jóvenes. La cualidad que le hace decidirse es el lugar de nacimiento de la chica, Munich, donde él mismo pasó sus años más difíciles, pero también los más felices. Su delicadeza, su amabilidad con ella son indiscutibles. El papel de Hitler en la película acaba con su suicidio: una escena íntima, con un hombre abrumado por la pesadumbre y una mujer, Ewa Braun, cuyo amor por él queda fuera de toda duda. El círculo se cierra. Todos los desmanes, gritos y crueldad de Hitler quedan enmarcados por estas dos escenas que nos recuerdan, de una manera un poco burda, que el Führer también tenía sentimientos.

Pero, ¿de qué manera nos ayuda esto a comprender mejor el nazismo?

De ninguna. La postura estética que lleva a representar a los nazis como seres humanos es, en el fondo, tan banal como la que lleva a representarlos como monstruos sin humanidad. Es obvio que fueron seres humanos. Tuvieron una madre, infancia, se enamoraron alguna vez, digo yo. ¿Por qué no iban a ser humanos? En El Hundimiento podemos ver la mirada de Hitler cuando envenena a su perro, el trato cordial con su secretaria, su pesar emocional al descubrir que hasta su querido Albert Speer le ha dado la espalda. Es posible que todo esto nos acerque emocionalmente a la figura de Adolf Hitler, pero ahí reside el problema de esta forma de representarle a él y al nazismo, porque al descubrir en él sentimientos que podemos relacionar con nosotros mismos, nos despierta una cierta simpatía. Sin embargo, esa simpatía no tiene ningún objeto, ya que por mucho que nos permita mirarnos en Hitler, no nos dice nada sobre nosotros mismos. Es necesario algún otro tipo de identificación, algo que nos permita plantearnos una pregunta que debería estar implícita en toda representación del nazismo: “si Hitler era un ser humano como yo, ¿qué es eso que le llevó hacer lo que hizo? Porque, como ser humano, eso también debe estar dentro de mí...”




No es necesario responder a la pregunta, porque quizá no sea posible responderla. Sin embargo, sí es necesario plantearla porque sin ella no creo que haya representación del nazismo que pueda ser éticamente válida.

Ocurre que, con Hitler, dicha pregunta es imposible de plantear. Eva Braun afirmó en cierta ocasión (y aparece reflejado en la película) que, después de quince años viviendo con él, ni siquiera ella sabía quién era Adolf Hitler. Nadie, ni su propia esposa supo quién se escondía detrás de la máscara del Führer. Adolf Hitler fue y sigue siendo un enigma. ¿De qué nos sirve entonces cualquier representación de Hitler que busque que nos identifiquemos con él, si nunca vamos a poder ver detrás de esa máscara?

La cuestión es que no tenemos datos verdaderos sobre Hitler y su mundo interior. Oh, tenemos datos, sí; pero todos son producto de sus mentiras, como no podía ser de otra manera dado su poder de seducción. Siendo así, me pregunto si la única representación posible de Hitler no es, precisamente, la representación caricaturesca. Porque en el fondo, El Hundimiento, a pesar de su intento de humanizarlo, cae también en la caricatura, como no podía ser de otro modo. Es un hombre reducido a un conjunto de tics. Un personaje plano: la única información que se da sobre él son los signos externos de su sufrimiento. No hay profundidad psicológica. No puede haberla.





Si esto así, si dadas las peculiaridades históricas de este personaje cualquier representación de Hitler no puede aspirar más que a la caricatura, ¿no será entonces la manera más ética de representarlo aquella que asuma esta limitación y, en lugar de conseguir lo que no puede, exagere la caricatura al máximo? Pienso en Osamu Tezuka, quien en su cómic Adolf, realizó en mi opinión una de las representaciones más satisfactorias que se hayan hecho de Hitler. El Führer dibujado por Tezuka es un hombre que contorsiona su cuerpo de maneras anatómicamente imposibles; un hombre que, cuando grita, abre la boca hasta adquirir el tamaño de un balón; un hombre que, cuando se enfada, resulta insoportablemente cómico.

Cómico. Hasta que a uno se le congela la sonrisa al darse cuenta de que se está riendo de un dibujo. De que exagerando su máscara, se nos está diciendo “éste Hitler no es real”. Y si no lo es, entonces el Hitler real debe encontrarse en algún lugar debajo de tanta contorsión, grotesca ella como un cuadro Bacon, pero ¿dónde?

En ningún sitio.

Eso es lo máximo que se puede conseguir con la representación del nazismo. Preguntar “¿cuál de sus cualidades humanas le llevó a hacer lo que hizo?”. Preguntarlo sin obtener respuesta. Por eso la sonrisa se congela: porque el no poder responder a esa pregunta equivale a tener que admitir “entonces, también me puede pasar a mí”.



viernes, 22 de mayo de 2009

La casa de Bernarda Alba zombi.


Hace unos meses comentábamos la aparición de Pride and Prejudice and Zombies (Orgullo y prejuicio y zombis), una divertida alteración de la novela de Jane Austen perpetrada por Seth Grahame-Smith, quien por cierto ya está preparado una biografía sobre cuando a Abraham Lincoln le dio por cazar vampiros. No sé hasta qué punto le habrá salido bien el experimento, aunque por lo visto sigue una cierta línea de serie B, con muchas decapitaciones entre taza y taza de te.

Pero quería volver al tema de los zombis y Jane Austen porque desde hace cosa de un año circulaba por Internet un curioso texto titulado La casa de Bernarda Alba zombi. Las primeras alusiones en foros a este título hablaban de broma literaria en remedo de la operación llevada a cabo por Grahame-Smith, pero cuando el viernes pasado la editorial Cátedra anunció su intención de editarlo en la colección Letras Hispanas (con su habitual aparataje de introducción crítica y notas al pie), se disiparon todas las dudas sobre la autenticidad del texto.

Esta nueva versión de La casa de Bernarda Alba ofrece lo que el subtítulo de la obra promete: “un drama de mujeres en una España llena de zombis”. La introducción que la acompaña da respuesta a las preguntas que desde hace un año se han estado haciendo las pocas personas que ya conocían el texto, algunos avezados internautas y unos pocos estudiosos de Lorca como Ian Gibson. El “manuscrito z”, como se denominó en círculos filológicos al texto de La casa de Bernarda Alba zombi, es obra de Pepín Bello, uno de los mejores amigos de Lorca en la Residencia de Estudiantes, y capitán intelectual del genial trío compuesto por Lorca, Buñuel y Dalí. Lo más sorprendente, como nos cuentan los autores de la introducción, es que en realidad, este “manuscrito z” es la forma que tenía originalmente la obra que al final acabó publicando Lorca con su nombre.

Durante un breve periodo de tiempo, Cátedra pone a nuestra disposición una versión on-line en pdf del libro que saldrá a la venta a finales de este 2009 y que devolverá por fin al drama de Lorca su pureza textual originaria. Podéis descargarla pinchando el siguiente link de Rapidshare:

http://rapidshare.com/files/236033227/la_casa_de_bernarda_alba_zombi.pdf