sábado, 10 de octubre de 2009

Cierre temporal por traslado.


Por la presente, comunicamos a nuestros lectores el cierre temporal de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, debido al reciente traslado del Dr. Malarrama a la ciudad de Los Ángeles, por motivos que, insiste el Dr., deberán permanecer de momento en el limbo de la incertidumbre. Hasta su regreso, que tendrá lugar a comienzos del año que viene, invitamos a nuestros lectores a seguir las andanzas del Dr. Malarrama en Miedo y Asco en Santa Mónica, blog de previsible título que ha abierto con el próposito de que sus seguidores puedan... no me sale la palabra... seguir sus andanzas.
http:/miedoyascoensantamonica.blogspot.com

sábado, 5 de septiembre de 2009

Malditos Bastardos (Inglourious Basterds). La representación del nazismo en el cine (y II)

Hitler...

En uno de esos cambios de sentido que, ay mis sufridos lectores, les obligo a seguir en este inconstante blog, dediqué mi última entrada no a relatarles ninguna anécdota (convenientemente exagerada) de mi alter-ego, el dr. Malarrama; ni a divagar sobre el Barroco; ni a pegar links para descargar alguna película todavía no estrenada; ni a hablar sobre libros raros, ilustraciones desquiciadas o bibliófilos maniáticos, como les había acostumbrado últimamente en un intento de programarle el GPS a este espacio; pues no, estuvimos hablando sobre la representación del nazismo en el cine, dos palabras hechas para rimar y, por tanto, ir siempre irrevocablemente unidas. Pues bien, queridos lectores, ya pueden respirar tranquilos una, dos, tres veces, después de este largo párrafo, que ya he llegado adónde quería llegar: a decirles que a partir de ahora pueden abandonar todas sus esperanzas de que, algún día, se hable en este blog de algún tema constante. Vamos, que seguiré haciendo lo que he venido haciendo hasta ahora: hablar de lo que me da la gana. Y como prueba, en la entrada de hoy seguiré hablando, precisamente, de Hitler. O más en concreto: de Hitler, y de ese otro personaje especialmente bajito y repugnante llamado Goebbels.

¿Y por qué? Pues porque en la anterior entrada llegué a una conclusión que querría desarrollar, y para tal propósito me viene de perlas una película que está a punto de estrenarse. Malditos Bastardos, de Quentin Tarantino.

Lo que venía argumentando hace unos meses, a raíz de la película El Hundimiento, la cual me entretuvo y me incomodó a partes iguales, era que a la hora de representar el nazismo en la gran pantalla, especialmente si se trata de personajes históricos, no importa tanto que el retrato que se haga de ellos sea el de un villano de cartón piedra o que, por el contrario, se le de alguna buena calidad compensatoria, como ocurría en dicha película; lo único que importa es que el retrato, ya sea de Hitler, de Goebbels, de Göring, de Speer o de quien sea, funcione como un espejo del espectador. Es decir, que cuando lo miremos no nos resulte tan ajeno, tan incomprensibles: que no veamos solo al monstruo, o mejor, que cuando los miremos veamos también, como decía Johnny Cash, un cantante muy querido por Tarantino, la bestia dentro de mí. Solo así tiene algún sentido el retrato de estos personajes. Solo así sirve para algo.

Abogamos, en este sentido, por la aproximación caricaturesca a dichos personajes. Pero no por una caricatura cualquiera de trazo grueso, sino por una que nos permita adivinar algo reconocible y cotidiano bajo los gestos exagerados y los rasgos inhumanos que se nos presentan. Pues bien, esto es precisamente lo que nos vamos a encontrar en la última película de Tarantino.

Pero, antes de seguir: una advertencia. Soy consciente de que, cuando escribo esto, aún faltan un par de semanas para el estreno de Malditos Bastardos, y sinceramente, es una película que mejor no estropear con spoilers, así que les pido, amigos y amigas, que si ustedes son de esas personas a quienes el conocer de antemano el final de una película les hace disfrutar menos su visionado, les pido, insisto, que dejen de leer aquí y ahora. ¿Siguen ahí? Pues bajo su cuenta y riesgo, ustedes verán.

Les pondré en antecedentes. Tarantino, París, 1944. Goebbels decide estrenar en París su última producción, Stolz der Nation, un filme donde, en contra de su costumbre de fomentar los géneros cómico y musical para aumentar la moral de la población, se recurre a una historia “real” del género bélico, la insólita hazaña de Friedrich Zoller (Daniel Brühl), un soldado que, viéndose atrapado en lo alto de un campanario en una población rusa, mata nada menos que a 300 soldados enemigos a lo largo de cuatro días. Sin embargo, Zoller, quien se interpreta a sí mismo en la película, es perfectamente consciente de su impostada condición de héroe nacional. Matar 300 hombres no fue para él una cuestión de valentía, sino de supervivencia. El caso es que Zoller, cinéfilo irredento, llega a París con la comitiva de Goebbels para preparar el estreno de la película; y en estas, conoce a la joven propietaria de un cine, de la que se enamora, y quizá no para impresionarla ni para seducirla, sino intentando estúpidamente hacerle un favor, le propone utilizar su local para el estreno de Stolz der Nation. Estreno al que asistirán nada menos que Goebbels, Göring, Bormann, es decir, la cúpula mayor del Reich; pero también el mismísimo Führer, Adolf Hitler.


...Goebbels...

Ya se pueden imaginar por dónde va la cosa y en qué puede resultar dicho planteamiento. No diré más, porque lo que me interesa son los personajes de Goebbels y Hitler, que en principio pueden parecer un tanto incidentales en la película, pero que acaban teniendo un papel muy importante en su discurso.

La presencia de Hitler en Malditos Bastardos no sorprenderá a nadie. Ya lo hemos visto en el trailer gritando ese nein, nein, nein que nos anuncia el tratamiento que Tarantino ha dado al personaje: un tratamiento caricaturesco, qué duda cabe, pero interpretado por un buen actor (Martin Wuttke) que ha sabido modular sutilmente esa característica tan esencial de Hitler en la que tanto ha insistido la historiografía, su continuo pasar, a veces en medio de una frase, de un histrionismo gritón a un tono meditabundo y reflexivo. Más allá de eso, el personaje no tiene mayor profundidad humana. ¿Cómo tenerla? ¿Acaso sabemos algo de dicha humanidad como para podérsela dar? Y sin embargo, en una escena, una de las últimas de la película, y en mi opinión, una de las más desconcertantes del cine de Tarantino, mientras todos los mandamases del Reich se encuentran en la sala viendo entusiasmados Stolz der Nation, Hitler hace algo sobrecogedor que resume, en cuestión de un segundo, la naturaleza de su humanidad.

Pero dejemos esto para luego porque me gustaría hablar antes sobre Goebbels (Sylvester Groth), un personaje que en Malditos Bastardos responde de una manera bastante exacta al modelo de representación del nazi por el que yo abogaba en la anterior entrada. El amigo Goebbels aparece, básicamente, en dos escenas. La primera de ellas es un desayuno, al que asisten Friedrich Zoller, la dueña del cine y varios altos mandos de las SS, en el que Goebbels lleva el peso de la conversación; una conversación dedicada a negociar con la dueña del cine los pormenores relativos al estreno de la película, pero hábilmente sazonada por Goebbels con las mismas digresiones y chascarrillos de las que un empresario podría hacer gala mientras cierra un trato con un cliente en un prostíbulo. La segunda escena tiene lugar durante la proyección de la película. Goebbels contempla la película, de la que se siente responsable, pero inseguro de su resultado. Casi podemos verle temblar hasta que Hitler le susurra al oído: “Joseph, creo que has hecho tu mejor película”. Y Goebbels sonríe de oreja a oreja como un niño en la mañana de Reyes.

No es necesario leer y releer los diarios de Goebbels, y luego hacer un profundo análisis psicológico de su personalidad para retratarlo de manera verosímil en pantalla. Al menos a mí estos dos detalles, su babosería putañera y su sincero deseo de agradar, me bastan. Y me bastan porque me son inmediatamente reconocibles: puedo ver semejantes actitudes en gente que conozco o que he conocido, o incluso en mí mismo. Hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère, decía Baudelaire. Oh, hipócrita espectador, mi igual, mi hermano, podría decir el Goebbels de Tarantino.

Quedémonos con esta hipocresía apenas esbozada en Goebbels, o dicho de otro modo, con este espejo que por un breve instante nos devuelve de refilón un destello de nosotros mismos y de la gente que nos rodea. Quedémonos con él, digo, porque vamos a volver con Hitler ahí donde lo dejamos, sentado en su butaca, mirando con interés la película, sin estar del todo seguro todavía si le gusta o no, pero a pesar de todo siguiendo con atención el desarrollo de Stolz der Nation. Uno tras otro caen los soldados rusos, en la pantalla Friedrich Zoller haciendo de Friedrich Zoller se limpia el sudor, apunta con el rifle y mata a dos o tres soldados más. Caen como moscas. Los cadáveres se acumulan. Sobre el pavimento, en una fuente, cayendo por las ventanas. Y entonces Hitler reacciona y sin dejar de mirar la pantalla hace ese gesto revelador de su humanidad que antes dejamos en suspenso.

Hitler se ríe. No, no se ríe. Se carcajea. Se parte el culo.


...y el Cine.

Se lo está pasando en grande, eso es evidente. Al principio, cuando uno ve a Hitler reírse es inevitable esbozar también una pequeña sonrisa. La ironía parece clara. Hitler está celebrando una película que es una mera exageración, un claro ejemplo de mal gusto, de irrealidad en estado puro; y la celebra creyendo que una película es lo mismo que la realidad, que es lo mismo que la experiencia que vivió Friedrich Zoller, una experiencia que probablemente nada tuvo que ver con las imágenes heroicas de la película, pues Zoller hizo lo que cualquier persona asustada hubiera hecho en su situación al ver que la muerte se acerca. Sí, al principio te ríes de Hitler, hasta que de repente se te congela la risa. Te acabas de acordar de algo. Hace unos minutos cuando Tarantino te estaba mostrando las barbaridades que los Bastardos cometen con los nazis, cabezas aplastadas con un bate, disparos gratuitos, cueros cabelludos arrancados a golpe de machete, al verlas, tú también te has reído. Y tu risa ha sido la misma que la de Hitler: una risa que surge fruto del placer y de la admiración.

Hipócrita espectador. ¿No es esa la misma risa con la que celebrábamos los chorretones de sangre de Kill Bill o los pedacitos de cerebro en el asiento trasero de un coche en Pulp Fiction? Sí, es posible que en esta escena, al hacernos sentar en la misma butaca que Hitler, Tarantino esté cuestionando su propio modo de representar la violencia en sus películas, o tal vez, la representación de la violencia en cualquier película. Pero más allá de eso, Tarantino nos está advirtiendo de algo que parece obvio pero que es algo de lo que muchas veces nos olvidamos: que una imagen no es igual a la cosa que representa. Que Hitler no es eso que está en la pantalla. Que Goebbels tampoco. Que ninguna imagen de la violencia y del horror y de los vagones de madera y de los judíos de Schindler no nos puede enseñar la verdad. Al menos no de forma directa. Tan sólo podemos adivinarla, por alusión, tomando un desvío, bajo la imagen, un desvío que nos lleva a nosotros mismos, al único lugar donde podemos encontrarla. En nuestro interior. El verdadero protagonista de Malditos Bastardos, el coronel de las SS Hans Landa, nos lo explica así al principio de la película: “Si tuviéramos que buscar un equivalente a los alemanes en el mundo de las bestias, diríamos que es el halcón; si tuviéramos que buscárselo a los judíos, diríamos que la rata. ¿Y qué hace ud. con las ratas? Las mata, ¿no? Desde luego no le ofrecerá este vaso de leche que acaba de ofrecerme a mí. ¿Y cuál es la razón de tanta agresividad? Tan probable es que una rata le contagie una enfermedad como que lo haga una ardilla. Ambos son roedores. Y sin embargo, a una ardilla jamás la trataría igual.”

Ah, the beast in me…

Y es por todo esto que el retrato del nazismo que se hace en Malditos Bastardos es uno de los más honestos (y humildes) que puedo recordar. Y eso que, contra lo que prometí, no les he contado el final de la película.

miércoles, 3 de junio de 2009

Sobre la representación del nazismo.

Demasiado espacio le hemos dedicado últimamente a los libros, con tanta Bernarda Alba, Luigi Serafini y demás. Como no sólo de letras vive el hombre, en la entrada de hoy volvemos a un tema que tenemos un poco abandonado desde hace algunos meses: el cine.

¡Ah, la imagen cinematográfica! Qué traidora es a veces... Quería dedicar algunas líneas a este tema después de haber visto, hace unos días y con mucho retraso con respecto a su estreno, una película que en su momento dio mucho que hablar; más en Alemania que aquí, todo hay que decirlo. Me refiero a El Hundimiento, de Oliver Hirschbiegel.

El Hundimiento viene a contarnos los eventos sucedidos en el bunker de Hitler durante los quince o veinte días que duró el sitio de Berlín; incluyendo, claro está, el sucidio de Hitler y Eva Braun. La película tuvo cierta relevancia por varios motivos. Uno, la soberbia aunque discutible interpretación que Bruno Ganz hace del Führer. Dos, la decisión del director y del actor de representar no a un monstruo, sino a un ser humano. Y tres, el hecho de que no es muy frecuente que el cine alemán aborde estos temas, por motivos obvios; y mucho menos cuando de lo que se trata no es de poner distancia entre Hitler y el espectador, sino todo lo contrario.

La polémica que suscitó El Hundimiento en Alemania no llegó a España, o acaso tan solo los ecos de la voz gritona de Wim Wenders, quien criticó la película alegando que, en sus pretensiones de representar a Hitler como un ser humano, lo único que consigue es glorificarle. En realidad, no se le escuchó mucho, y con razón. Sus acusaciones resultaban un tanto sospechosas si se tomaban en consideración los celos que Wenders (quien en su momento fue el director alemán más conocido fuera de su país) pudiera sentir hacia El Hundimiento, que ya se ha convertido en la película más exitosa de la historia del cine alemán.

Vista ahora, con distancia, me pregunto si Wenders no tenía en el fondo un poco de razón. No en lo de la glorificación de Hitler: estoy convencido de que no era ésa la intención de Hirschbiegel y dudo que, la fuera no, el resultado final produzca dicho efecto en absoluto. Sin embargo, sí me parece que tiene razón al advertir que su intento de representar humanamente a Hitler fue un fracaso.

Porque la pregunta es ¿se puede representar humanamente a Hitler? La respuesta que tradicionalmente se ha dado es “no”. El argumento que hay detrás de esta respuesta me parece, sin embargo, equivocado. “Hitler fue un monstruo”, nos han dicho; “lo que hizo es incomprensible, un ser humano no es capaz de hacerlo”.

Este tipo de argumentación, creo yo, está basada en un falso silogismo. Es falso y además, peligroso, porque cuando lo formulamos, lo que queremos decir es: “nosotros no seríamos capaces de hacer lo que hizo Hitler”. Pero, aunque esto último sea cierto (o al menos, debemos suponerlo así), eso no quiere decir que Hitler no fuera humano, esto es, capaz de sentir algo por alguien, de una manera más o menos desinteresada.

Esto es precisamente lo que se esfuerza por demostrar la película, y hay que darle las gracias de que lo haga de forma relativamente sutil. O quizá no tanto... En la primera escena de El Hundimiento vemos cómo Hitler escoge a su nueva secretaria entre varias jóvenes. La cualidad que le hace decidirse es el lugar de nacimiento de la chica, Munich, donde él mismo pasó sus años más difíciles, pero también los más felices. Su delicadeza, su amabilidad con ella son indiscutibles. El papel de Hitler en la película acaba con su suicidio: una escena íntima, con un hombre abrumado por la pesadumbre y una mujer, Ewa Braun, cuyo amor por él queda fuera de toda duda. El círculo se cierra. Todos los desmanes, gritos y crueldad de Hitler quedan enmarcados por estas dos escenas que nos recuerdan, de una manera un poco burda, que el Führer también tenía sentimientos.

Pero, ¿de qué manera nos ayuda esto a comprender mejor el nazismo?

De ninguna. La postura estética que lleva a representar a los nazis como seres humanos es, en el fondo, tan banal como la que lleva a representarlos como monstruos sin humanidad. Es obvio que fueron seres humanos. Tuvieron una madre, infancia, se enamoraron alguna vez, digo yo. ¿Por qué no iban a ser humanos? En El Hundimiento podemos ver la mirada de Hitler cuando envenena a su perro, el trato cordial con su secretaria, su pesar emocional al descubrir que hasta su querido Albert Speer le ha dado la espalda. Es posible que todo esto nos acerque emocionalmente a la figura de Adolf Hitler, pero ahí reside el problema de esta forma de representarle a él y al nazismo, porque al descubrir en él sentimientos que podemos relacionar con nosotros mismos, nos despierta una cierta simpatía. Sin embargo, esa simpatía no tiene ningún objeto, ya que por mucho que nos permita mirarnos en Hitler, no nos dice nada sobre nosotros mismos. Es necesario algún otro tipo de identificación, algo que nos permita plantearnos una pregunta que debería estar implícita en toda representación del nazismo: “si Hitler era un ser humano como yo, ¿qué es eso que le llevó hacer lo que hizo? Porque, como ser humano, eso también debe estar dentro de mí...”




No es necesario responder a la pregunta, porque quizá no sea posible responderla. Sin embargo, sí es necesario plantearla porque sin ella no creo que haya representación del nazismo que pueda ser éticamente válida.

Ocurre que, con Hitler, dicha pregunta es imposible de plantear. Eva Braun afirmó en cierta ocasión (y aparece reflejado en la película) que, después de quince años viviendo con él, ni siquiera ella sabía quién era Adolf Hitler. Nadie, ni su propia esposa supo quién se escondía detrás de la máscara del Führer. Adolf Hitler fue y sigue siendo un enigma. ¿De qué nos sirve entonces cualquier representación de Hitler que busque que nos identifiquemos con él, si nunca vamos a poder ver detrás de esa máscara?

La cuestión es que no tenemos datos verdaderos sobre Hitler y su mundo interior. Oh, tenemos datos, sí; pero todos son producto de sus mentiras, como no podía ser de otra manera dado su poder de seducción. Siendo así, me pregunto si la única representación posible de Hitler no es, precisamente, la representación caricaturesca. Porque en el fondo, El Hundimiento, a pesar de su intento de humanizarlo, cae también en la caricatura, como no podía ser de otro modo. Es un hombre reducido a un conjunto de tics. Un personaje plano: la única información que se da sobre él son los signos externos de su sufrimiento. No hay profundidad psicológica. No puede haberla.





Si esto así, si dadas las peculiaridades históricas de este personaje cualquier representación de Hitler no puede aspirar más que a la caricatura, ¿no será entonces la manera más ética de representarlo aquella que asuma esta limitación y, en lugar de conseguir lo que no puede, exagere la caricatura al máximo? Pienso en Osamu Tezuka, quien en su cómic Adolf, realizó en mi opinión una de las representaciones más satisfactorias que se hayan hecho de Hitler. El Führer dibujado por Tezuka es un hombre que contorsiona su cuerpo de maneras anatómicamente imposibles; un hombre que, cuando grita, abre la boca hasta adquirir el tamaño de un balón; un hombre que, cuando se enfada, resulta insoportablemente cómico.

Cómico. Hasta que a uno se le congela la sonrisa al darse cuenta de que se está riendo de un dibujo. De que exagerando su máscara, se nos está diciendo “éste Hitler no es real”. Y si no lo es, entonces el Hitler real debe encontrarse en algún lugar debajo de tanta contorsión, grotesca ella como un cuadro Bacon, pero ¿dónde?

En ningún sitio.

Eso es lo máximo que se puede conseguir con la representación del nazismo. Preguntar “¿cuál de sus cualidades humanas le llevó a hacer lo que hizo?”. Preguntarlo sin obtener respuesta. Por eso la sonrisa se congela: porque el no poder responder a esa pregunta equivale a tener que admitir “entonces, también me puede pasar a mí”.



viernes, 22 de mayo de 2009

La casa de Bernarda Alba zombi.


Hace unos meses comentábamos la aparición de Pride and Prejudice and Zombies (Orgullo y prejuicio y zombis), una divertida alteración de la novela de Jane Austen perpetrada por Seth Grahame-Smith, quien por cierto ya está preparado una biografía sobre cuando a Abraham Lincoln le dio por cazar vampiros. No sé hasta qué punto le habrá salido bien el experimento, aunque por lo visto sigue una cierta línea de serie B, con muchas decapitaciones entre taza y taza de te.

Pero quería volver al tema de los zombis y Jane Austen porque desde hace cosa de un año circulaba por Internet un curioso texto titulado La casa de Bernarda Alba zombi. Las primeras alusiones en foros a este título hablaban de broma literaria en remedo de la operación llevada a cabo por Grahame-Smith, pero cuando el viernes pasado la editorial Cátedra anunció su intención de editarlo en la colección Letras Hispanas (con su habitual aparataje de introducción crítica y notas al pie), se disiparon todas las dudas sobre la autenticidad del texto.

Esta nueva versión de La casa de Bernarda Alba ofrece lo que el subtítulo de la obra promete: “un drama de mujeres en una España llena de zombis”. La introducción que la acompaña da respuesta a las preguntas que desde hace un año se han estado haciendo las pocas personas que ya conocían el texto, algunos avezados internautas y unos pocos estudiosos de Lorca como Ian Gibson. El “manuscrito z”, como se denominó en círculos filológicos al texto de La casa de Bernarda Alba zombi, es obra de Pepín Bello, uno de los mejores amigos de Lorca en la Residencia de Estudiantes, y capitán intelectual del genial trío compuesto por Lorca, Buñuel y Dalí. Lo más sorprendente, como nos cuentan los autores de la introducción, es que en realidad, este “manuscrito z” es la forma que tenía originalmente la obra que al final acabó publicando Lorca con su nombre.

Durante un breve periodo de tiempo, Cátedra pone a nuestra disposición una versión on-line en pdf del libro que saldrá a la venta a finales de este 2009 y que devolverá por fin al drama de Lorca su pureza textual originaria. Podéis descargarla pinchando el siguiente link de Rapidshare:

http://rapidshare.com/files/236033227/la_casa_de_bernarda_alba_zombi.pdf

jueves, 23 de abril de 2009

La Pandilla Basura.


...Y ya que con la historia del conde Libri dedicábamos la entrada de la semana pasada a los amanuenses medievales, toca esta semana hablar de un amanuense moderno, es decir, de un autor de cómic. Es Art Spiegelman, a quien conoceréis por su monumental Maus; tremenda biografía de un superviviente de Auschwitz, el propio padre del autor.

Sobre Spiegelman hay dos datos importantes a reseñar (bueno, hay muchos más, pero para los propósitos de esta entrada, me conformo con dos). El primero, que se parece a Woody Allen pero sin el sentido lúdico de la vida que tiene este último. En otras palabras: sus manías y sus fobias, que él mismo atribuye a una educación judía fundamentalmente neurótica, son fuente constante de tortura para él. El segundo, que ése no poder dejar de torturarse ha provocado que su obra sea escasa; tal vez porque a su autor se le antoja insoportablemente dolorosa, tal vez porque, desde Maus, desde Auschwitz, ya no se pueda escribir nada, como decía Jorge Semprún.





Es motivo para hablar de Spiegelman la reedición de Breakdowns, una antología de sus cómics experimentales de los 70, que incluye como añadido una introducción en forma de cómic de más de veinte páginas, es decir, casi la extensión de su última (y decepcionante) obra, Bajo la sombra de las torres. A la introducción de Breakdowns habría que dedicarle una entrada aparte, pues nos devuelve el mejor Spiegelman (algunas de sus secuencias te ponen los pelos como escarpias) y porque hace concebir ciertas esperanzas sobre el futuro de su carrera (el haber conseguido dibujar veinte páginas en un año es todo un récord para él). Pero no, de lo que vamos a hablar en esta entrada no es de ninguno de sus cómics, ni de su trabajo como portadista o director artístico del New Yorker, sino de una colección de cromos infantiles. Aunque lo de “infantiles” es un decir... Esta colección fue diseñada por Spiegelman para la compañía Topps. Quizá el título original de dicha colección, Garbage Pail Kids, no os diga mucho, pero quizá sí su traducción al castellano: la Pandilla Basura.




Pincha en la imagen para verla con más detalle.

Si no recuerdo mal, estos cromos debieron aparecer en España hacia finales de los años 80, y de inmediato nos volvieron locos a todos los críos que, por aquel entonces, estábamos en el colegio. Cada cromo representaba a un niño con aspecto de muñeca (parodias, en realidad, de las Cabbage Patch Kids) cuyos rasgos distintivos estaban relacionados con alguna atrocidad. Por ejemplo, Adam Bomb se suicida haciendo estallar una bomba atómica dentro de su cabeza, Corroded Carl tiene el cuerpo lleno de granos del tamaño de cráteres, y Creepy Carol es una especie de monstruo de Frankenstein que rompe los espejos con solo mirarse en ellos. Precedentes a este aberrante catálogo de niños ya había uno, aunque más elegante, en el libro The Gashlycrumb Tinies (1963), de Edward Gorey, donde la enfermiza pluma de este ilustrador norteamericano pone letra e imagen a las muertes, variadas e inverosímiles, de veinticuatro protagonistas infantiles. Iba a calificar este libro de hermoso, pero está claro que esa no es la palabra, y sin embargo podemos utilizarla sin que se nos caigan los anillos, si de lo que se trata es de compararlo con la Pandilla Basura de Spiegelman. En su momento, fue considerada tan vulgar, tan desagradable, tan sin propósito, que se prohibieron sus cromos en muchos colegios, el mío incluído; creo yo, ahora con la perspectiva del tiempo, no tanto por los perniciosos efectos que pudieran tener sobre nuestras inmaculadas mentes infantiles, sino debido a que su poder de fascinación nos impedía atender a materias mucho más provechosas como las Sociales o la Literatura.



Pincha en la imagen para verla con más detalle.

Pero ¿de dónde venía ese poder de fascinación? Supongo que, una vez más con la perspectiva del tiempo, ahora que sabemos que fue Spiegelman quien creó los personajes de la Pandilla Basura (aunque, sin embargo, fueron dibujados por ilustradores como John Pound y Jay Lynch, bajo su dirección), es demasiado tentador analizar psicoanalíticamente sus cualidades. Sí, la Pandilla Basura es fruto de una mente torturada por un padre castrante que sobrevivió a Auschwitz y una madre que se suicidó sin dejar nota de despedida. Sí, es una sublimación de los terrores de la adolescencia: desde el empollón que se vuela la cabeza, hasta el niño barbudo que adora travestirse. Pero, al mismo tiempo, intuyo que lo que nos atraía de estos cromos, lo que hace trascender su aparente vulgaridad, es la misma contradicción que late en Maus, la obra magna de Spiegelman (inciso: ¿por qué los israelís no la consideran “obra sagrada” y sí lo hacen con La Lista de Schindler?), que debajo de las apariencias más inocentes, ya sea la cara de un gato, de un ratón, o de un rollizo muñeco con pinta de bebé, pueden esconderse las atrocidades más espantosas. Supongo que es lo mismo que le enseñan a los niños los cuentos de hadas como Caperucita Roja, y supongo también que es lo mismo que sigue enseñándoles la buena literatura infantil; lo cual basta para reivindicar La Pandilla Basura, y para merecer que se haga una lectura de estos cromos en paralelo a otras obras mayores de Spiegelman, como Maus y el prólogo de Breakdowns.

Para ver la colección entera de La Pandilla Basura, pincha aquí.



Pincha en la imagen para verla con más detalle.

viernes, 13 de marzo de 2009

Una crítica de El Espejo del Amor.



No es costumbre de este blog recurrir al, ejem, autobombo, pero dado que nuestra línea editorial ha sufrido recientemente una mutación para dedicar estas páginas exclusivamente al arte de la ilustración, el dr. Malarrama considera apropiado que postee la siguiente crítica de El Espejo del Amor que salió el viernes pasado en el diario Sur de Málaga. Su autor es el gran rabbi Mario Virgilio Montañez, quien me informa de que no es el responsable de la inclusión de la foto central de la jamona.

viernes, 27 de febrero de 2009

El arquitecto pornógrafo, Jean-Jacques Lequeu.


De nuevo, le tengo que echar las culpas a Alberto Manguel por motivar, una vez más, una entrada de este blog. Y, de nuevo también, porque está dedicada a un ilustrador. En esta ocasión, su nombre es Jean-Jacques Lequeu, y me topé con una de sus imágenes (la de arriba) en uno de esos excelentes libros que Manguel escribe sobre cualquier tema que se le pasa por la cabeza. Leer imágenes, para más señas.

La imagen de Lequeu lleva por título Y nosotras también seremos madres porque... Y la propia retratada completa la frase con un gesto que da la respuesta. Al parecer, Lequeu grabó este aguafuerte llamando a la emancipación de las monjas, durante ese periodo, llamado la Revolución Francesa, en que se descubrió en el erotismo una cierta utilidad social, suponemos que anti-aristocrática, siempre y cuando, claro está, no se transpasaran los límites marcados por la burguesía (pobre, pobre Marqués de Sade). Lo podríamos resumir del siguiente modo. Usar el erotismo para atacar la iconografía cristiana es cosa buena; pero ¡ay del que se atreva a usarlo contra los valores burgueses! Lequeu da la impresión de atenerse a esa regla al violar en su grabado el seno nutricio de la Virgen María. Y aun así, aunque sólo parece tener una lectura anti-clerical, hay algo de inquietante en esa arrogancia con que un pezón asoma por encima del corsé, sin atreverse a salir del todo y acompañado por el impertérrito rostro de su dueña.

Efectivamente, hay algo en la obra de Lequeu que está muy lejos de ese espíritu de utilidad social que buscaba la Revolución. De hecho, creo que está basada justo en lo contrario de la utilidad; esto es, lo caprichoso, lo que como ese pezón se desvía del orden dado. En definitiva, la perversión.

Lo cual es curioso, porque Lequeu era arquitecto y, además, neoclásico; ya saben, pureza de líneas, respeto a las proporciones, etc. Pero Lequeu, como Serafini, era un arquitecto muy peculiar. Junto con Etienne-Louis Boullee y Claude-Nicholas Ledoux idearon la llamada “arquitectura parlante”, basándose en el principio de que todos los edificios deben, de una manera u otra, anunciar con su aspecto el uso al que están destinados. Lo que ocurría con Lequeu es que dicho uso era, la mayoría de las veces, totalmente descabellado.

Arquitectura pornográfica” es el único término que me viene a la cabeza para definir la obra de Jean-Jacques Lequeu. Y si no, comparen este dibujo anatómico (uno de los muchos genitales de aséptica objetividad que le gustaba pintar en sus ratos libres) con los proyectos arquitectónicos que figuran debajo.




Huelga decir que de las decenas de edificios que Lequeu diseñó, sólo dos llegaron a ser construidos. Están en Rouen, su ciudad natal, y son conocidos por el apropiado nombre de las “folies” de Lequeu.

Los que quedaron en el aire, o mejor dicho, en el papel, pueden encontrarse en el catálogo digital de la Biblioteca Nacional Francesa y hay algo en ellos que me resulta tan inquietante como el pezón del grabado. Lo que me inquieta son precisamente esos pequeños desvíos nacidos de su imaginación calenturienta. Pero no tanto la forma uterina de esa cúpula, o el que un palacete tenga forma de pene y elefante a la vez, o que un pezón sobresalga del corsé de una monja. Lo que me inquieta es que, a pesar de todo esto, la cúpula siga respondiendo a los ideales armoniosos del neoclasicismo y que la expresión de la monja sea tan equilibrada y simétrica que no deja traslucir el menor ápice de erotismo.

Y es que la perversión, el capricho o lo gratuíto son más gratuítos, caprichosos y pervertidos cuando se dan en el interior de un conjunto perfectamente ordenado y armonioso, porque se convierten en signos inequívocos de la inutilidad de dicho conjunto. Es decir, signos inequívocos del arte.


miércoles, 18 de febrero de 2009

Bibliografía de Luigi Serafini


...y seguimos con Serafini, aprovechando para publicar su bibliografía (creemos que completa, aunque nunca se sabe) con datos aportados por Jorge de Barnola.


Como autor completo (texto e ilustraciones):

Serafini, Luigi (1981), CODEX SERAPHINIANUS. Milán: Franco Maria Ricci.

Hay muchas más ediciones disponibles del Codex:

  • La estadounidense de Abbeville (1983), cuyos precios rondan entre los 350 y los 1000 euros. En realidad esta edición no tiene ninguna característica que justifique tan altos precios. Al mismo precio se puede adquirir la reedición del 93 de Rizzoli, que al menos, incluye el famoso (y raro) prólogo de Italo Calvino.

  • La edición “barata” de Rizzoli (2006), a 71 euros en Internet Bookshop Italia. Es la más reciente y también la más económica. Viene acompañada de un folleto titulado “Decodex”, que incluye varios artículos en italiano, francés e inglés sobre el Codex.

  • La reedición menos "barata" de Franco Maria Ricci (1993), por unos 400 euros.

  • La primera edición (en dos volúmenes) de Franco Maria Ricci (1981), por unos 2700 euros, aunque según la librería puede alcanzar más de 4000 euros.




Serafini, Luigi y Cetrulo, P. (1984), PULCINELLOPEDIA PICCOLA. Milán: Longanesi.

Pese a lo que parece, la Pulcinellopedia Piccola no ha sido escrita en colaboración. La palabra italiana “cetrulo” significa “calabacín”. Según la historia popular, Polinchinela (su equivalente inglés es Mr. Punch), es hijo de Giancocozza Calabacín (Cetrulo) y la señora Pato (Pampera) Trentova. Así que, efectivamente, el apellido de Pulcinella es Cetrulo.

La Pulcinellopedia Piccola no se ha reditado, por lo que es un libro extremadamente raro; por suerte, este es un hecho desconocido por algunos libreros y, si hemos de creer lo que nos cuenta Mr. H en su Giornale Nuovo es posible (o lo fue en algún tiempo) encontrar ejemplares baratos a precios cercanos al de portada (19 euros) cuando el librero en cuestión no sabe lo que tiene en la mano. El caso más habitual es que lo sepa, y que lo ofrezca por precios cercanos a los 1000 euros.




Como ilustrador:

Kafka, Franz (1982), NELLA COLONIA PENALE [En la colonia penitenciaria]. Génova: Il Melangolo. (6 páginas ilustradas)

No hay ejemplares disponibles.




Sebregondi, Maria (1988), ETIMOLOGIARIO. Milán: Longanesi. (17 ilustraciones)

Ejemplares por menos de 10 euros. Cuidado, existe una reedición de 2003; desconozco si esta lleva también las ilustraciones de Serafini. Podéis echarle un vistazo a las ilustraciones digitalizadas aquí.



Ende, Michael (1990), LA NOTTE DEI DESIDERI [El ponche de los deseos]. Florencia: Salani. [Traducción de Elisabetta Dell'Anna Ciancia e Rosella Carpinella Guarneri] (número de ilustraciones: desconocido)

Ejemplares por 14 euros.


Catálogos de exposiciones de Serafini:

Serafini, Luigi (2007), LUNA-PAC SERAFINI. UNA MOSTRA ONTOLOGICA. CATALOGO DELLA MOSTRA. Federico Motta: Milan. (222 páginas)

Ejemplares a 44 euros.


Serafini, Luigi; Mendini, Alessandro; Munari, Bruno y otros (1991), PROGETTI E OGGETI. Roma: Artivisive.

No hay ejemplares disponibles.


Libros sobre Serafini:

Bellati, Nally (1993), NEW ITALIAN DESIGN. Londres: Random House.

Este libro contiene artículos y entrevistas a unos 50 diseñadores italianos, entre ellos Serafini. (El texto correspondiente a su entrevista está en nuestra última entrada, traducido al español). Disponibl en Amazon por unos 25 dólares.








martes, 17 de febrero de 2009

Más sobre Luigi Serafini.


Una página de la Pulcinellopedia Picolla, de Luigi Serafini.

Con la intención de ir convirtiéndoles poco a poco, queridos lectores, en fanáticos de este misterioso artista italiano, Luigi Serafini, y en la esperanza de animarles a formar una secta de admiradores secretos, insisto de nuevo en el tema que nos ocupaba la semana pasada.

En el muy interesante blog de Jordan Hudler, Chance Press, he encontrado unas declaraciones (no muy recientes) de Serafini al respecto de su Codex. Estas declaraciones datan de 1993 (es decir, más de una década antes que las que citábamos en nuestra última entrada) y figuran en el libro New Italian Design, editado por Nally Bellati. Traduzco:

Sobre el Codex:

“Yo diría que es como un sueño puesto en palabras”, explica con una sonrisa caprichosa, “una imagen de algo que ha sufrido una deformación y que, sin embargo, resulta reconocible. La escritura en sí misma tiene un vago aire al árabe, aunque es por entero fruto de mi imaginación. Lo extraño es que, en cierto modo, parece realista, inteligible. De hecho, hay quienes la han estudiado detalladamente y han encontrado que existen ciertas formas y ciertos signos recurrentes que dan la impresión de palabras reales y de un cierto tipo de sintaxis”.


Sobre su trabajo en general:

“Mi trabajo deriva realmente de una especie de visión que, en el momento y en el lugar en que la tengo, me parece totalmente autónoma. Es sólo luego que me doy cuenta de que esa visión fue producida por ciertos recuerdos. En ocasiones, esas imágenes también pueden actuar como antenas para captar algo que está en el aire. Cuando esto ocurre son como visiones de cosas por venir”.


Sobre su viaje a Estados Unidos en los 70:

“Al principio la experiencia me dejó impresionado. Saltar del siglo diecisiete al año 2000 fue demasiado para mí. No conocía a nadie allí, así que empecé a viajar, casi obsesivamente, por todo el país. Cuando volví a Roma no podía quedarme quieto. Partí de nuevo, esta vez hacia Oriente Medio, y llegué a Babilonia. Luego, al África ecuatorial donde me tomaron por un espía y me encarcelaron durante varios días. Todas estas experiencias tenían que filtrarse en mi trabajo más tarde o más temprano.”


Sobre sus “actuales proyectos” (hacia 1990):

“Tengo que confesar que, hoy en día, no estoy muy contento con mi forma de repartir el tiempo entre mis diversas actividades. Suelen hacerme encargos y me siento incapaz de decir que no. Así que con frecuencia me veo envuelto en ciertos proyectos sin mucho entusiasmo. Espero ser capaz de organizarme mejor en el futuro. Supongo que podría decir que estos son mis años de madurez. Siento una cierta plenitud, como cuando a media tarde todos los colores parecen particularmente intensos y la naturaleza exhibe una riqueza que sólo es visible antes de la primera brisa del crepúsculo.”


Y esto es todo, amigos.

Encontraréis más información sobre la obra de Luigi Serafini en la página de Jordan Hudler; seguid este link para leer todo lo que ha escrito al respecto:

http://chancepress.wordpress.com/category/artists-authors/luigi-serafini/


Y en este otro link del flickr encontraréis unas cuantas fotos del único libro que ha publicado Serafini aparte del Codex, la Pulcinellopedia Picolla:

http://flickr.com/photos/10802019@N05/sets/72157602154198351/









martes, 10 de febrero de 2009

Codex Seraphinianus


En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Jorge Luis Borges y Bioy Casares hacían un fantástico descubrimiento: una enciclopedia de un mundo desconocido llamado Tlön. En dicha enciclopedia encuentra Borges una amplia relación de las arquitecturas y de los diferentes tipos de barajas que se usan en Tlön, y también del “pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”. Desde que leí este cuento de Borges me gusta juguetear con una pequeña boutade: que Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, es en realidad una versión mejorada de El señor de los anillos, obra que fue escrita de forma casi contemporánea al texto del argentino. En un cierto nivel de significado (pero sólo en uno), la propuesta de Tolkien es semejante a la de Borges: crear de la nada un mundo que nada tiene que ver con el que habitamos, y detallarlo con sus geografías, razas, creencias e incluso lenguas inventadas. Solo que Borges fue un poco más inteligente al perseguir este propósito: en lugar de crear una lengua como Tolkien, le bastó con darle nombre; en lugar de dibujar mapas, sugirió sus contornos; en lugar de poner en escena los conflictos que protagonizan los habitantes de su tierra, nos habló de sus diferencias ideológicas. El resto podemos imaginárnoslo. Así que, ¿para qué escribirlo? Borges invita al lector a crear un nuevo mundo, Tolkien se lo entrega ya hecho.

Aunque la parcela que la obra de Tolkien deja para cultivar la imaginación del lector siempre me ha parecido demasiado pequeña, hay que reconocerle al menos el mérito de haber intentado poner en práctica ese imposible proyecto tan solo tanteado por Borges: escribir una enciclopedia de un mundo inexistente, que en el caso del escritor sudafricano se materializó, en cierto modo, en El Silmarillion. Hasta ahora desconocía que hubiera habido otro intento en el mismo sentido. Hace un par de semanas descubrí que no sólo existe dicho intento, sino que además, se ajusta mucho mejor a la descripción y al espíritu de la hipotética enciclopedia de Tlön que cualquier otro libro que se haya escrito.

Estoy hablando del Codex Seraphinianus.





Supe de la existencia del Codex por el apasionante libro Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. En una de sus páginas mostraba una fotografía de una especie de códice renacentista. Me llamaron la atención sus ilustraciones, una secuencia de dibujos que explicaba el funcionamiento de un aparato que parecía diseñado para atrapar moscas. Aunque “explicar” es un decir, porque no quedaba claro si el objetivo del artefacto era matar al insecto o simplemente capturarlo. Además, ¿por qué recurrir a un mecanismo tan complicado si uno puede usar un matamoscas o una red con mango? De poco servía el texto adjunto a la hora de aclarar el sentido de las imágenes. Más que nada porque el alfabeto con el que estaba escrito era completamente ininteligible. ¿Árabe, quizá? No, aquellos caracteres no pertenecían a ningún lenguaje conocido. La pregunta era: ¿en qué remoto lugar y época se le ourrió a alguien producir un códice de tales características? ¿Qué sociedad puede haber tenido la necesidad de poseer un catálogo de objetos inútiles como ese? ¿Quién, dónde y cuando se escribió aquel Codex Seraphinianus?

El propio Manguel respondía a la pregunta. El autor del Codex Seraphinianus fue un italiano llamado Luigi Serafini, y lo “escribió” ¡en 1978!

Cuenta Manguel que en aquel año, mientras trabajaba como redactor para la editorial Franco Maria Ricci, llegó a sus oficinas un paquete con un manuscrito, o mejor dicho, un conjunto de hojas sueltas sin encuadernar. Algunas describían artefactos completamente absurdos, otras eran secciones de un bestiario ilustrado con pájaros sin cabeza, pájaros que sólo eran cabeza, o pájaros con varias cabezas. En unas pocas se representaban costumbres sociales como la de enterrar a los muertos en urnas de cristal, pero la mayoría de las páginas no eran más que enormes listas de objetos de tamaños, formas y colores diversos, sin un significado aparente.



Portada de la edición Franco Maria Ricci del Codex Serafinianus prologada por Calvino.

Pero que algo no tenga significado aparente, no quiere decir que no signifique. O al menos eso debió pensar el patrón de Manguel, Franco Maria Ricci, quien no dudó ni por un momento en publicar aquel manuscrito. Ricci era, por supuesto, (y lo sigue siendo) un hombre de una excentricidad tan manifiesta como la del autor del Codex. Ricci, nacido en el seno de una familia aristocrática de Parma, decidió que quería dedicarse a la edición de libros, al hojear, impresionado, un catálogo de tipos de Bodoni. Y no sólo se dedicó a la edición: montó una de las editoriales más exquisitas de Europa. Cada volumen producido por Ricci podía costar, en el momento de su publicación, aproximadamente la mitad del salario mínimo interprofesional italiano, y su catálogo reunía títulos tan dispares como La Enciclopedia de Diderot y D'Alembert, El congreso del mundo de Borges, una colección de cartas de tarot con textos de Italo Calvino o un volumen con las fotos “pedófilas” de Lewis Carroll. Con este historial a sus espaldas, no es de extrañar que Ricci diera luz verde a aquel extraño manuscrito.

Su remitente era ese tal Luigi Serafini que he mencionado: un arquitecto que, sin previa experiencia literaria y sin un currículo artístico demostrable, se había propuesto elaborar una enciclopedia imaginaria. “Cada página representaba un artículo completo de la enciclopedia”, dice Manguel, “y las anotaciones, en un disparatado alfabeto que también había inventado Serafini durante dos largos años en un pequeño apartamento de Roma, supuestamente explicaban esas complejas ilustraciones”. Eso es todo lo que Manguel y Ricci pudieron descubrir sobre el Codex Seraphinianus, y sigue siendo lo único que, hoy en día, sabemos.

Aunque no es un libro que podamos “leer”, es fácil identificar en el Codex dos partes bien diferenciadas. La primera está dedicada a la fauna y la flora de ese mundo imaginario, la segunda a su sociedad y a su historia. Hasta la fecha no se ha descubierto si detrás de las extrañas anotaciones de Serafini hay lenguaje alguno. Tampoco se sabe si son signos alfabéticos o silábicos, y aunque no parecen ideográficos, es posible que dichos signos ni siquiera sean fonéticos. Sin embargo, parece haber una cierta regularidad en la “lengua de Serafini”, lo cual descarta la posibilidad de una escritura completamente aleatoria. Cada capítulo del Codex tiene un título, que aunque indescifrable, se repite en cada sub-sección de dicho capítulo con terminaciones variables. Es más, en el lugar donde debería aparecer el número de página, se hallan impresos unos símbolos que, según un estudioso del Codex (el doctor Ivan Derzhanski), corresponden a un sistema de numeración en base 21 aunque con una notación irregular. En resumen, la escritura serafiniana podría estar basada, en una estructura lingüística legítima, igual que otras “lenguas artificiales” como el élfico de Tolkien o el Esperanto.



La clave revelada, Serafini con la piedra rossetta del Codex. Nada mejor que comparar el lenguaje serafiniano con otra lengua alienígena.

Sin embargo el propio Serafini no ha hecho mucho por aclarar este punto. En efecto, el autor del Codex sigue vivo, y no sólo eso: ni siquiera es uno de esos escritores reclusivos como Salinger o Pynchon que se niegan a hablan de su obra. Lo que es más, Luigi Serafini responde emails y concede entrevistas. Hace dos años, confesó a Francesco Manetto, un periodista de El País, con motivo de la reedición del Codex Serafinianus en una edición más barata (les aconsejo, como he hecho yo, adquirir esta edición en http://www.ibs.it/), que lo único descifrable en su obra es el sistema numérico. “Lo desarrollé conscientemente en función de no sé qué variable”, admitió Serafini. “Para mí tenía un sentido, pero después me olvidé de todo”.

La extroversión de Serafini es tan críptica como su obra. Da la sensación de que le gusta seguir la corriente del entrevistador y de su público. En un primer momento, Serafini acepta como váidas las hipótesis que sus lectores (periodistas o no) se forman de su libro. Por ejemplo, cuando Manetto le pidió que escribiera un comentario en italiano para algunas de sus imágenes, Serafini aceptó con gran amabilidad y entusiasmo. “Es algo que no he hecho nunca, y además me apetece. Creo que el resultado podría ser muy curioso”. Imagínense cómo se estaría frotando las manos el afortunado periodista, a la espera del email en que le sería revelada si no la clave, al menos unas pocas pistas del significado del Codex. Pero parece que Serafini, en sincronía con su juguetona enciclopedia, finge caminar contigo para luego evadirse con una buena broma. Esta fue la respuesta de Serafini al mail de Manetto:

“He intentado describir las imágenes del Codex que me ha enviado, pero, lamentablemente, ¡no he podido con ellas! De hecho, cada vez que intentaba escribir algo (en italiano, o al menos eso me parecía), me topaba en la pantalla del ordenador con unas palabras ininteligibles, llenas de consonantes y extraños signos de puntuación. Así que, al final, he tenido que desistir. Traducción imposible.”




Como en la vida real, en el Codex Seraphinianus, el lenguaje es la única barrera insalvable en la búsqueda de un significado. Si en algún momento pudiera llegar a traducirse, el Codex perdería irremediablemente su razón de ser, aunque en ocasiones, hojeándolo, uno tiene la impresión de que, efectivamente, tiene que haber una clave para descifrarlo. Voy a abrir el Codex por una página en la que aparentemente se describen diferentes formas de desplazarse a pie. Cada viñeta está ilustrada por un patrón de huellas diferentes y en la parte superior se describe con un diagrama la forma de desplazamiento en cuestión: a la derecha, una especie de paso de baile (útil, por lo visto, para esquivar la caída de cohetes); en el centro, saltos a pies juntillas; y a la izquierda, el acto de caminar. La posición de las huellas parece confirmar la interpretación que hemos hecho de los diagramas superiores, lo cual nos hace esperar que los textos a pie de ilustración estén también describiendo esas tres formas de desplazamiento. Si esto fuera así, no tendríamos más que buscar en el Codex otras ilustraciones pertenecientes a ese mismo campo semántico (pies, pisadas, desplazamiento) y comprobar si las palabras que las acompañan coinciden. Basándonos en las coincidencias, podríamos aventurar un significado.

Pero... Siempre hay un “pero” con el Codex Serafinianus. Volvamos a la viñeta de la izquierda. Si nos fijamos bien, veremos que hay una huella extraña en la ilustración. Está localizada en la mitad inferior y a la derecha, en una hilera de tres huellas en diagonal. Si se tratara de una persona que anda, o bien tiene tres piernas, o bien esa huella no debería aparecer a la derecha, sino a la izquierda de la anterior. Quizá los diagramas no nos estén enunciando los verbos “caminar”, “saltar”, “esquivar”; y si esto es así, ¿quién sabe lo que querrán decir los textos? Ni siquiera podemos estar seguros de que los textos sean una traducción de los diagramas.

Así es como funciona el Codex Serafinianus: cuando, tras examinarlo minuciosamente, creemos encontrar una respuesta, aparece entonces un pequeño detalle que invalida las hipótesis que nos hayamos podido formar. Siempre está ese detalle disidente que nos invita a la polisemia. Tipos de pies, instrucciones para desplazarse por diferentes tipos de terreno, o quizá se trate de la descripción de las reglas de algún deporte, ¿quién sabe lo que pueden significar las viñetas de arriba? Si pudiéramos traducir el lenguaje del Codex, sabríamos que su significado es uno de los tres que hemos mencionado (o quizá otro distinto, pero sólo uno, en cualquier caso). En ese caso, el Codex sería tan trivial como El señor de los anillos, porque ¿qué más me da a mí saber lo que es un elfo, si los elfos no tienen nada que ver con mi vida real?

Sin embargo, el Codex, tal y como es, intraducible y, por tanto, manteniendo constantemente con sus tácticas esquivas (tan esquivas como la actitud de Serafini con los periodistas) la posibilidad de que algo pueda significar más de una cosa, sí tiene mucho que ver con mi vida, porque me dice muchas cosas sobre el poder de nuestra imaginación. Y es que, si Serafini no quiere desvelar la clave es porque de este modo nos está diciendo: “eres tú lector quien debe crear esa clave, eres tú quien debe decidirse por un significado u otro, o bien aceptarlos todos, o quizá ninguno de ellos. Eres tú, lector, quien debe crear este mundo con ayuda de tu propia imaginación”.

Bendita sea la polisemia porque en ella reside la magia de la literatura. Y si hay que tener fe en este credo, habrá entonces que admitir que pocos libros hay con tanta magia como el Codex Serafinianus.

Es el sueño de Borges y Bioy Casares hecho realidad.






Jane Austen y los Zombis



La novedad editorial que todos estábamos esperando...

Lo mejor de todo es que no es un montaje, se trata del texto completo de Orgullo y Prejuicio, con unos cuantos pasajes insertos aquí y allá para aderezar las veladas de té y pastas y los bailes de salón con un poco de sangre y vísceras.

Si según Harold Bloom, durante muchos años las escuelas de crítica feminista y colonial han reprochado a Mrs. Austen no hablar nunca en sus novelas de la fuente de ingresos de sus protagonistas (explotaciones con esclavos en ultramar, por lo que podemos suponer), estamos ahora por fin de enhorabuena: el proletariado haitiano invade la metrópoli para derramar la sangre del patrón británico.

Los textos adicionales son de Seth Grahame-Smith. A partir del 15 de abril, podrán adquirir su copia de Orgullo y Prejuicio y Zombis aquí.

martes, 27 de enero de 2009

Ficción catódica yanqui.


¿Son los Reservoir Dogs? No, sólo publicistas.

El tema de la entrada de hoy me lo sugirió un comentario lanzado por Jordi Costa hace unos días en el Facebook (hay que ver cómo se entera uno de lo que piensan las celebridades en esta era post-irónica de la cibernética). Decía Costa, “Mad Men es una serie de risa, ¿no?”. Esta pregunta, con su falsa inocencia y quizá motivada por el hartazgo ante los tópicos que tanto abundan en la ficción televisiva, pone en realidad el dedo en la llaga. ¿Son tan buenas como nos dicen las series estadounidenses? ¿Qué hay de cierto en el tan cacareado boom de la ficción catódica yanqui?

La pregunta de Jordi Costa dio lugar a un largo hilo donde quien más, quien menos daba un repaso a sus series favoritas o más odiadas, enumerando sus virtudes y defectos, para acabar en una interesante discusión sobre la naturaleza del pop y su distinción, si es que la hay, con respecto de la llamada “alta cultura”. Dejaremos este asunto para una próxima entrada de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb y recoger de momento en el guante lanzado por Costa acerca de la calidad de la series y su supuesto cambio de patrones.

Cierto es que algo ha cambiado al menos en lo que respecta a la aceptación de las series como género. Salvando casos excepcionales como Retorno a Brideshead, Yo Claudio, Berlín Alexanderplatz o Heimat (que en realidad no fueron tan excepcionales como parecen, sino que simplemente los hemos olvidado), las series habían sido consideradas hasta ahora como una especie de subproducto narrativo en comparación con el cine. De hecho, hace unos años, si nos hubieran pedido que enumerásemos series de televisión (y con el plural mayestático quiero incluir a gente como yo, sin una gran cultura televisiva), lo más probable es que ninguno de esos títulos nos hubieran venido a la cabeza, sino más bien otros como Urgencias, Falcon Crest o Cuéntame. Sin embargo, hoy en día, es posible que un título tan digno como Los Soprano encabece la lista improvisada de mucha gente.


Tony Soprano, o el macho alfa.

Los paradigmas han cambiado, por tanto, pero también su recepción crítica. Cahiers du Cinéma publica sin pestañear artículos sobre Deadwood y en las encuestas de las mejores películas no faltan los colaboradores que incluyen en su lista anual episodios especialmente sonados de Perdidos o The Wire. Nadie se extraña ya por ello. Pero ¿realmente ha habido una mejora en la calidad de las series o lo que ocurre es que, simplemente, ahora las miramos con mejores ojos?

Se habla mucho de la HBO, la cadena de televisión por cable que dio comienzo a esta “revolución de la ficción televisiva” con Los Soprano. Se mencionan como síntomas del cambio la profundidad psicológica de los personajes de sus series, el realismo de sus tramas, y su voluntad de ir más allá de los códigos de género; síntomas que son, a su vez, signo de calidad y marca artística que nos permite distinguir los productos de esta cadena con respecto de los de la competencia. Pero ¿se ajustan todas las series de la HBO a esta descripción? Tomemos, por ejemplo, True Blood, una serie basada en la confluencia de dos géneros, la literatura vampírica y las novelas softcore pseudo-románticas de Harlequín o Mills and Boon. ¿Dónde está el sello de la HBO en una serie donde no hay hembra que no esté como un queso, vampiro que no hable con los ojos entrecerrados para hacerse el interesante o intriga policial que no esté traída por los pelos? ¿Y qué decir de In Treatment, enésima serie ambientada en la consulta de un psicoanalista? ¿Recuerdan Sexo en Nueva York? Pues ésta es también de la HBO.



Cuantos más títulos citemos, menos cerca estaremos de saber en qué ha consistido esta “revolución”, si es que la ha habido. En realidad, dentro y fuera de la HBO, lo que sigue predominando son las fórmulas, si acaso un poco mejor medidas para captar a sectores más específicos del público. Como muestra un botón, o varios. The Big Bang Theory: metamos en un piso compartido a un grupo de estudiantes de doctorado con problemas hormonales y dificultades para comunicarse con todo aquel que no sepa distinguir entre un Klingon y un Vulcaniano. ¿El resultado? Poco más que hacer digerible Friends a una audiencia versada en cultura popular. Otro sector de la audiencia busca en la televisión algo más que echarse unas risas, pues todavía sigue confiando en las posibilidades didácticas de este medio. ¿Y cómo negarlas? Ahora sabemos, gracias a Los Tudor, que en las cortes europeas del siglo XVI era fácil reconocer a los conspiradores por su forma de fruncir en ceño cuando tramaban algo. Pero no nos olvidemos de los solteros con profesiones liberales. Ellos también tienen su cuota de mercado. ¿Cómo no sentirse identificados con el escritor frustrado y borracho de Californication, que tiene a su alrededor una cohorte de bellas mujeres atraídas por su condición de frustrado y borracho?

No nos engañemos. La excepcional calidad de algunas series como Los Soprano, Deadwood o The Wire no se ha generalizado ni mucho menos. Abundan los tópicos, y en muchos casos sigue siendo necesario hacer un gran acopio de humor para poder digerirlos, como ocurre precisamente en Mad Men, serie que viene a demostrar que, en los años 60, los hombres fumaban y bebían demasiado, y las mujeres lo pasaban muy mal solas en sus casas.


Dicen de Al Swearengen: "Cuando no miente, Al es el tipo más honorable que te puedas echar a la cara"

Pero tampoco hay que ser injustos o pasarse de cínicos. No es necesario hablar de “revolución” para constatar que ciertas cosas han cambiado en la manera de hacer series en Estados Unidos. En primer lugar, el guionista ha adquirido una importancia que nunca antes había tenido en este país (y quizá sea aún mayor desde la huelga del año pasado). Son las palabras y no la imagen las que hacen de Tony Soprano o Al Swearengen personajes ricos y complejos, sobre todo en el caso de este último, cuya serie, Deadwood, está más que ninguna otra construida en base a monólogos y duelos verbales fascinantes. Sin embargo, no debemos olvidarnos de que el guionista también era el rey en la edad de oro de la televisión británica y que el reinado de nombres como el de Dennis Potter duró lo que duró aquella era. A la larga se imponen los imperativos comerciales: esas esotéricas reglas que miden lo que funciona y lo que no.

La segunda gran diferencia con respecto a otros tiempos (y en mi opinión la más importante) no tiene tanto que ver con el medio o con el mensaje, como con la manera de recibirlo. Antes, la única manera de seguir una serie era encendiendo el televisor determinado día de la semana a determinada hora del día. Hoy, no hay nada más fácil que bajarla de Internet o recurrir al DVD, haciéndonos posible ver una temporada completa en un corto periodo de tiempo sin que los avatares de la vida cotidiana nos hagan perder ningún episodio. Es quizá por eso que los guionistas dependen menos ahora del factor olvido, evitándoles incluir en cada episodio información redudante para que el espectador intermitente pueda seguir la historia. La estructura compacta y no repetitiva de las miniseries británicas se ha extendido a otras mucho más largas, como Los Soprano, y el sueño de Erich Von Stroheim (que el público madurase como para poder ver de una sentada una película de ocho horas) no solo se ha cumplido, sino que se ha visto ampliamente sobrepasado.

Las series han triunfado sobre el cine al menos en esa cuestión: superar los límites de duración que arrastra consigo la sala oscura, con las mayores posibilidades narrativas que eso conlleva. Indudablemente, Los Soprano se beneficia de su enorme extensión. En 86 horas hay tiempo de sobra para desarrollar a casi todos sus personajes, dotando de vida y de una chispa especial a casi todos ellos. ¿De qué película, tomada de dentro del canon del cine clásico norteamericano (canon al que pertenece Los Soprano), podemos decir que todos y cada uno de sus personajes sean tan redondos o haya explorado tantos puntos de vista diferentes sobre el mundo que representa? Pocas hay, sin duda. La extensión en sí misma no tiene por qué traducirse automáticamente en una ventaja narrativa, pero si en teoría el lenguaje del cine es el mismo que el de las series (lo cual es sólo cierto en pocos casos prácticos, pues el lenguaje visual de las series tiende mucho más al conservadurisno), con el tiempo, lo narrativo podría acabar desplazándose del cine a la televisión, dejando un mayor espacio para la experimentación en la gran pantalla.

De momento no parece que esto vaya a ocurrir. Es posible que en términos de narración clásica (historias lineales, realización “sin costuras”) la televisión nos haya dado recientemente algunas obras apabullantes, como Los Soprano, Deadwood o The Wire, pero también es verdad que el cine norteamericano, lejos de abandonar los patrones clásicos de narración, ha dado en los últimos años algunos ejemplos modélicos (¿podría hablarse de “revival” de lo clásico?) como Pozos de Ambición y, en menor medida (espero los palos) Munich.

En definitiva, que como decía Lampedusa hablando de la revolución (o quizá era Burt Lancaster, no lo recuerdo) “las cosas cambian para que todo siga igual”. Por mucho que hablemos del boom de las series estadounidenses, aún están lejos de revitalizar las esperanzas en el lenguaje televisivo que a finales de los setenta y principios de los ochenta permitieron concebir series como Berlin Alexanderplatz, los aterradores dramas musicales de Dennis Potter, o los falsos documentales de Peter Watkins. En realidad, en la televisión estadounidense la innovación sigue proscrita. Aunque cada serie tenga su marca visual distintiva, lejos quedan los malabarismos de puesta en escena de Berlin Alexanderplatz. E incluso a nivel de guión, ¿qué serie utiliza métodos no convencionales de construcción de tramas? Algún título hay donde el principio causa-efecto no es el único que gobierna el desarrollo de los acontecimientos; John from Cincinnati, de David Milch, por ejemplo, pero ¿cuánto duran en la parrilla de programación? Una sola temporada de diez episodios, en este caso.



Surfistas que levitan, Rebecca de Mornay y un duelo de titanes entre el protagonista de Sensación de Vivir y el de Salvados por la Campana. Se lo aseguro: no encontrarán serie más marciana.

No quiero con esto disminuir el mérito de los títulos que he citado. La innovación es tan buena o tan mala como el clasicismo: todo depende de lo que se haga con ella. Tan solo he intentado hacer un esbozo de los límites de esto que se llama el boom de la televisión norteamericana. Límites, en mi opinión, solo superados por una serie, Perdidos, cuya novedad no reside en la historia que cuenta (construída en base a un tópico sobre otro), ni tampoco en su manera de contarla (a estas alturas poco de innovador tiene una estructura con saltos hacia delante y hacia atrás en el tiempo), sino por sus propósitos narrativos. La narración en Perdidos no tiene como objeto articular un significado, sino desestabilizar constantemente las expectativas de la audiencia, haciendo del espectador mismo un constructor de significados, al invitarle a hacer lecturas y relecturas de los acontecimientos que se narran, de modo que las últimas corrijan a las primeras según se van desechando pistas falsas y abrazando otras nuevas, y todo ello sin perder nunca un ápice de coherencia. Por desgracia, este es un camino que, de momento, ninguna otra serie se ha atrevido a tomar.

Pero tiempo al tiempo.