martes, 27 de enero de 2009

Ficción catódica yanqui.


¿Son los Reservoir Dogs? No, sólo publicistas.

El tema de la entrada de hoy me lo sugirió un comentario lanzado por Jordi Costa hace unos días en el Facebook (hay que ver cómo se entera uno de lo que piensan las celebridades en esta era post-irónica de la cibernética). Decía Costa, “Mad Men es una serie de risa, ¿no?”. Esta pregunta, con su falsa inocencia y quizá motivada por el hartazgo ante los tópicos que tanto abundan en la ficción televisiva, pone en realidad el dedo en la llaga. ¿Son tan buenas como nos dicen las series estadounidenses? ¿Qué hay de cierto en el tan cacareado boom de la ficción catódica yanqui?

La pregunta de Jordi Costa dio lugar a un largo hilo donde quien más, quien menos daba un repaso a sus series favoritas o más odiadas, enumerando sus virtudes y defectos, para acabar en una interesante discusión sobre la naturaleza del pop y su distinción, si es que la hay, con respecto de la llamada “alta cultura”. Dejaremos este asunto para una próxima entrada de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb y recoger de momento en el guante lanzado por Costa acerca de la calidad de la series y su supuesto cambio de patrones.

Cierto es que algo ha cambiado al menos en lo que respecta a la aceptación de las series como género. Salvando casos excepcionales como Retorno a Brideshead, Yo Claudio, Berlín Alexanderplatz o Heimat (que en realidad no fueron tan excepcionales como parecen, sino que simplemente los hemos olvidado), las series habían sido consideradas hasta ahora como una especie de subproducto narrativo en comparación con el cine. De hecho, hace unos años, si nos hubieran pedido que enumerásemos series de televisión (y con el plural mayestático quiero incluir a gente como yo, sin una gran cultura televisiva), lo más probable es que ninguno de esos títulos nos hubieran venido a la cabeza, sino más bien otros como Urgencias, Falcon Crest o Cuéntame. Sin embargo, hoy en día, es posible que un título tan digno como Los Soprano encabece la lista improvisada de mucha gente.


Tony Soprano, o el macho alfa.

Los paradigmas han cambiado, por tanto, pero también su recepción crítica. Cahiers du Cinéma publica sin pestañear artículos sobre Deadwood y en las encuestas de las mejores películas no faltan los colaboradores que incluyen en su lista anual episodios especialmente sonados de Perdidos o The Wire. Nadie se extraña ya por ello. Pero ¿realmente ha habido una mejora en la calidad de las series o lo que ocurre es que, simplemente, ahora las miramos con mejores ojos?

Se habla mucho de la HBO, la cadena de televisión por cable que dio comienzo a esta “revolución de la ficción televisiva” con Los Soprano. Se mencionan como síntomas del cambio la profundidad psicológica de los personajes de sus series, el realismo de sus tramas, y su voluntad de ir más allá de los códigos de género; síntomas que son, a su vez, signo de calidad y marca artística que nos permite distinguir los productos de esta cadena con respecto de los de la competencia. Pero ¿se ajustan todas las series de la HBO a esta descripción? Tomemos, por ejemplo, True Blood, una serie basada en la confluencia de dos géneros, la literatura vampírica y las novelas softcore pseudo-románticas de Harlequín o Mills and Boon. ¿Dónde está el sello de la HBO en una serie donde no hay hembra que no esté como un queso, vampiro que no hable con los ojos entrecerrados para hacerse el interesante o intriga policial que no esté traída por los pelos? ¿Y qué decir de In Treatment, enésima serie ambientada en la consulta de un psicoanalista? ¿Recuerdan Sexo en Nueva York? Pues ésta es también de la HBO.



Cuantos más títulos citemos, menos cerca estaremos de saber en qué ha consistido esta “revolución”, si es que la ha habido. En realidad, dentro y fuera de la HBO, lo que sigue predominando son las fórmulas, si acaso un poco mejor medidas para captar a sectores más específicos del público. Como muestra un botón, o varios. The Big Bang Theory: metamos en un piso compartido a un grupo de estudiantes de doctorado con problemas hormonales y dificultades para comunicarse con todo aquel que no sepa distinguir entre un Klingon y un Vulcaniano. ¿El resultado? Poco más que hacer digerible Friends a una audiencia versada en cultura popular. Otro sector de la audiencia busca en la televisión algo más que echarse unas risas, pues todavía sigue confiando en las posibilidades didácticas de este medio. ¿Y cómo negarlas? Ahora sabemos, gracias a Los Tudor, que en las cortes europeas del siglo XVI era fácil reconocer a los conspiradores por su forma de fruncir en ceño cuando tramaban algo. Pero no nos olvidemos de los solteros con profesiones liberales. Ellos también tienen su cuota de mercado. ¿Cómo no sentirse identificados con el escritor frustrado y borracho de Californication, que tiene a su alrededor una cohorte de bellas mujeres atraídas por su condición de frustrado y borracho?

No nos engañemos. La excepcional calidad de algunas series como Los Soprano, Deadwood o The Wire no se ha generalizado ni mucho menos. Abundan los tópicos, y en muchos casos sigue siendo necesario hacer un gran acopio de humor para poder digerirlos, como ocurre precisamente en Mad Men, serie que viene a demostrar que, en los años 60, los hombres fumaban y bebían demasiado, y las mujeres lo pasaban muy mal solas en sus casas.


Dicen de Al Swearengen: "Cuando no miente, Al es el tipo más honorable que te puedas echar a la cara"

Pero tampoco hay que ser injustos o pasarse de cínicos. No es necesario hablar de “revolución” para constatar que ciertas cosas han cambiado en la manera de hacer series en Estados Unidos. En primer lugar, el guionista ha adquirido una importancia que nunca antes había tenido en este país (y quizá sea aún mayor desde la huelga del año pasado). Son las palabras y no la imagen las que hacen de Tony Soprano o Al Swearengen personajes ricos y complejos, sobre todo en el caso de este último, cuya serie, Deadwood, está más que ninguna otra construida en base a monólogos y duelos verbales fascinantes. Sin embargo, no debemos olvidarnos de que el guionista también era el rey en la edad de oro de la televisión británica y que el reinado de nombres como el de Dennis Potter duró lo que duró aquella era. A la larga se imponen los imperativos comerciales: esas esotéricas reglas que miden lo que funciona y lo que no.

La segunda gran diferencia con respecto a otros tiempos (y en mi opinión la más importante) no tiene tanto que ver con el medio o con el mensaje, como con la manera de recibirlo. Antes, la única manera de seguir una serie era encendiendo el televisor determinado día de la semana a determinada hora del día. Hoy, no hay nada más fácil que bajarla de Internet o recurrir al DVD, haciéndonos posible ver una temporada completa en un corto periodo de tiempo sin que los avatares de la vida cotidiana nos hagan perder ningún episodio. Es quizá por eso que los guionistas dependen menos ahora del factor olvido, evitándoles incluir en cada episodio información redudante para que el espectador intermitente pueda seguir la historia. La estructura compacta y no repetitiva de las miniseries británicas se ha extendido a otras mucho más largas, como Los Soprano, y el sueño de Erich Von Stroheim (que el público madurase como para poder ver de una sentada una película de ocho horas) no solo se ha cumplido, sino que se ha visto ampliamente sobrepasado.

Las series han triunfado sobre el cine al menos en esa cuestión: superar los límites de duración que arrastra consigo la sala oscura, con las mayores posibilidades narrativas que eso conlleva. Indudablemente, Los Soprano se beneficia de su enorme extensión. En 86 horas hay tiempo de sobra para desarrollar a casi todos sus personajes, dotando de vida y de una chispa especial a casi todos ellos. ¿De qué película, tomada de dentro del canon del cine clásico norteamericano (canon al que pertenece Los Soprano), podemos decir que todos y cada uno de sus personajes sean tan redondos o haya explorado tantos puntos de vista diferentes sobre el mundo que representa? Pocas hay, sin duda. La extensión en sí misma no tiene por qué traducirse automáticamente en una ventaja narrativa, pero si en teoría el lenguaje del cine es el mismo que el de las series (lo cual es sólo cierto en pocos casos prácticos, pues el lenguaje visual de las series tiende mucho más al conservadurisno), con el tiempo, lo narrativo podría acabar desplazándose del cine a la televisión, dejando un mayor espacio para la experimentación en la gran pantalla.

De momento no parece que esto vaya a ocurrir. Es posible que en términos de narración clásica (historias lineales, realización “sin costuras”) la televisión nos haya dado recientemente algunas obras apabullantes, como Los Soprano, Deadwood o The Wire, pero también es verdad que el cine norteamericano, lejos de abandonar los patrones clásicos de narración, ha dado en los últimos años algunos ejemplos modélicos (¿podría hablarse de “revival” de lo clásico?) como Pozos de Ambición y, en menor medida (espero los palos) Munich.

En definitiva, que como decía Lampedusa hablando de la revolución (o quizá era Burt Lancaster, no lo recuerdo) “las cosas cambian para que todo siga igual”. Por mucho que hablemos del boom de las series estadounidenses, aún están lejos de revitalizar las esperanzas en el lenguaje televisivo que a finales de los setenta y principios de los ochenta permitieron concebir series como Berlin Alexanderplatz, los aterradores dramas musicales de Dennis Potter, o los falsos documentales de Peter Watkins. En realidad, en la televisión estadounidense la innovación sigue proscrita. Aunque cada serie tenga su marca visual distintiva, lejos quedan los malabarismos de puesta en escena de Berlin Alexanderplatz. E incluso a nivel de guión, ¿qué serie utiliza métodos no convencionales de construcción de tramas? Algún título hay donde el principio causa-efecto no es el único que gobierna el desarrollo de los acontecimientos; John from Cincinnati, de David Milch, por ejemplo, pero ¿cuánto duran en la parrilla de programación? Una sola temporada de diez episodios, en este caso.



Surfistas que levitan, Rebecca de Mornay y un duelo de titanes entre el protagonista de Sensación de Vivir y el de Salvados por la Campana. Se lo aseguro: no encontrarán serie más marciana.

No quiero con esto disminuir el mérito de los títulos que he citado. La innovación es tan buena o tan mala como el clasicismo: todo depende de lo que se haga con ella. Tan solo he intentado hacer un esbozo de los límites de esto que se llama el boom de la televisión norteamericana. Límites, en mi opinión, solo superados por una serie, Perdidos, cuya novedad no reside en la historia que cuenta (construída en base a un tópico sobre otro), ni tampoco en su manera de contarla (a estas alturas poco de innovador tiene una estructura con saltos hacia delante y hacia atrás en el tiempo), sino por sus propósitos narrativos. La narración en Perdidos no tiene como objeto articular un significado, sino desestabilizar constantemente las expectativas de la audiencia, haciendo del espectador mismo un constructor de significados, al invitarle a hacer lecturas y relecturas de los acontecimientos que se narran, de modo que las últimas corrijan a las primeras según se van desechando pistas falsas y abrazando otras nuevas, y todo ello sin perder nunca un ápice de coherencia. Por desgracia, este es un camino que, de momento, ninguna otra serie se ha atrevido a tomar.

Pero tiempo al tiempo.



jueves, 22 de enero de 2009

Un libro "bonito"


¿Qué es lo que hace que un libro sea “bonito”? ¿Una portada bien diseñada? ¿Ilustraciones? ¿Una tipografía cuidada y ámplios márgenes que permitan una lectura más placentera?

Quizá sea inutil enumerar las características que hacen del libro un objeto valioso en sí mismo. Pero mientras pienso en los libros hermosos que en algún momento u otro han caído en mis manos, me viene a la cabeza La historia interminable. Me refiero a la primera edición de Alfaguara, similar a la original alemana. Aunque poseía las características que he enumerado arriba, lo que hacía especial a ese libro como objeto era que ofrecía al lector una experiencia similar a la de su protagonista. Las ilustraciones y las alambicadas letras con las que daba comienzo cada capítulo eran las mismas que el protagonista, Bastian, admiraba en su ficticia copia de La historia interminable. Así, el libro de Michael Ende llegaba a las manos del lector como si fuera un facsímil de aquel otro libro legendario que permitía entrar a Bastian dentro del mundo de Fantasía.

Cuando el aspecto material de un libro refleja o imita la filosofía con que ha sido escrito puede llegar a convertirse en un objeto realmente fascinante. Pero no vamos a hablar de La historia interminable, sino de otro libro-objeto que lleva ese mismo concepto un poco más allá. Los autores son Alan Moore y Kevin O'Neill, y la obra en cuestión, tercera en la serie “The League of Extraordinary Gentlemen”, se titula The Black Dossier.

The Black Dossier es un volumen de unas doscientas páginas que se vende bajo la etiqueta de “cómic” o “novela gráfica”, términos ambos que nos sirven de poco a la hora de describir sus contenidos. Dentro de The Black Dossier encontramos todo tipo de especies narrativas (por utilizar un término acuñado por Paul Ricoeur que nos evita utilizar la inapropiada palabra “género”). Encontramos, digo, una narración en forma de cómic, pero también fragmentos de narración literaria sin ilustraciones, fragmentos de narración ilustrada con grabados à la Doré, anuncios, informes burocráticos, literatura epistolar escrita en postales, dibujos en tres dimensiones (para los cuales es necesario ponerse unas gafas adjuntas con el volumen), e incluso una imitación en formato folio de una obra inédita de Shakespeare.



Para los neófitos en el mundo del cómic, o para los que no hayan leído las anteriores entregas de La liga de los caballeros extraordinarios, hay que decir que este título pertenece a un género literario muy especial: el pastiche. La premisa de La liga es relativamente sencilla. Se trata de responder a la pregunta: ¿cómo sería el cómic de superhéroes si ese modelo repetido hasta el hastío, el de Superman, jamás hubiera existido? La respuesta de Moore y O'Neill tiene su lógica: frente a la ausencia de Superman, los grupos de superhéroes responderían a modelos anteriores. En el caso de Moore, el modelo a imitar es el de la literatura popular que precedió al cómic. Los héroes de La liga no son otros que Mina Harker, la novia de Drácula; Allan Quatermain, de Las Minas de Rey Salomón; el Capitán Nemo (quien, desmintiendo la desacertada descripción de Verne, es en realidad un Sikh que detesta al Imperio Británico); el Dr. Jekyll y el Hombre Invisible. Y por si las referencias meta-literarias fueran pocas, La liga fue fundada por los servicios de inteligencia británicos, liderados por un misterioso personaje a quien todo el mundo conoce por el sobrenombre de “M”. ¿Les suena la sigla? No se equivoquen, pues detrás de ella se esconde James Moriarty, el archienemigo de Sherlock Holmes.

En 1999, cuando apareció la primera entrega de La liga de los caballeros extraordinarios, se alabó la gran originalidad de la premisa. Pero dudo que Moore y O'Neill tuvieran la pretensión de construir un género original, sino la de insertarse en una tradición preexistente. Philip José Farmer ya había hecho algo parecido en El mundo del río, una serie de novelas protagonizadas nada menos que por Mark Twain, Richard Burton (el capitán, no el actor), ¡y Hermann Goering!

La tradición del pastiche nace probablemente en los comienzos del Barroco, cuando apropiarse de las ideas de los demás no era algo tan mal visto como pretenden hoy en día Teddy Bautista y la SGAE. Entre los amigos de lo ajeno se encontraban autores de variada catadura literaria, desde el Avellaneda que continuó las aventuras de Don Quijote, a Shakespeare, quien fusiló dos obras anteriores para escribir Hamlet y La fierecilla domada. Sin embargo, la pasión contemporánea por el pastiche, al menos en el mundo anglo-sajón, se debe en buena medida a Arthur Conan-Doyle; o mejor dicho, a su muerte, ya que después de ella, un nutrido grupo de escritores (entre los que se cuentan Jardiel Poncela y muy recientemente Michael Chabon) puso su pluma al servicio de Sherlock Holmes, quien demostró así tener una vitalidad superior a la de su autor. Abundan ejemplos similares: George MacDonald Fraser tomó a Flashman, protagonista de su célebre serie de novelas homónimas, del libro Tom Brown's School Days, de Thomas Hughes; los acólitos de Lovecraft, después de su muerte, publicaron toda suerte de novelas basadas en la mitología y la cosmogonía inventada por este autor... Y ya puestos a robar un personaje a otro escritor (imitando también su estilo prosístico y los códigos del género), ¿por qué no robar muchos? ¿Por qué no probar cómo interactúan las creaciones ficticias de autores tan diversos como Bram Stoker, Robert Louis Stevenson o Arthur Conan-Doyle, mezclados con unos cuantos personajes reales que ayuden a desdibujar la frontera entre la realidad y la ficción?

Esta mezcolanza, o hotch-potch (que así llaman los ingleses a este tipo de literatura y también a un pudding), es el principio que anima La liga de los caballeros extraordinarios. Pero en este Black Dossier (y así volvemos al tema que nos ocupa: la belleza del libro) se lleva la mezcolanza un paso más allá. Al igual que el resto de entregas tenemos aquí imitación y mezcla de personajes ajenos, imitación y mezcla de códigos de género, imitación y mezcla de estilos literarios, pero también, y esto es lo que nos interesa, imitación y mezcla de especies literarias. Pondré un ejemplo. Imagínemos que los Dioses Primigenios salidos de la desequilibrada imaginación de H. P. Lovecraft hubieran existido. De ser así su culto habría tenido un gran éxito dentro de las sociedades “mágicas” (pienso en la Golden Dawn o en la Teosofía de Blavatsky) que tanta aceptación tuvieron entre los diletantes de clase alta en la Inglaterra de primera mitad de siglo. En ese caso, ¿quien mejor que P.G. Wodehouse para describir cómo unos aristócratas campestres adoran a Chtulhu? Pues eso justo nos encontramos en The Black Dossier: un extracto de Wodehouse, impreso de forma similar a las primeras ediciones de Woodehouse.


Pero Alan Moore ya nos tiene acostumbrados a incluir pequeñas narraciones noveladas dentro de sus cómics. Veamos otro caso distinto. La inmortalidad es una buena cualidad para un espía. Si el servicio secreto Británico encontrara vivo y coleando a un ser humano nacido en Tebas y con experiencia de combate en la guerra de Troya, las batallas de Maratón y Agincourt, y el sitio de Constantinopla, no dudaría en reclutarlo. Acaso es improbable encontrar un espía de dichas características, podría objetarse; pero no, ahí tenemos al Orlando de Virginia Woolf, quien además tiene la virtud de cambiar de sexo de cuando en cuando, mejorando por tanto sus aptitudes para el disfraz. The Black Dossier incluye un cómic relatando las aventuras de Orlando, pero diseñado a la usanza de primera mitad del siglo XIX, es decir, compuesto de una serie de ilustraciones estáticas acompañadas de leyendas.

Y aun hay más: una obra apócrifa atribuída a Shakespeare (imitando su estilo y la tipografía original de sus ediciones en folio) donde El Bardo relata cómo la reina Isabel encomienda a Próspero el reclutamiento de Orlando y la formación de la primera Liga; una publicación erótica ilustrada con grabados en cuyas páginas se puede contemplar el viaje de la Liga al castillo volador de Laputa, capitaneados por Lemuel Gulliver; y hablando de viajes, ¿sabían que Jack Kerouac se encontró con Mina Harker y Allan Quatermain jr. cuando andaba “en el camino”? En el Black Dossier queda constancia de ello, escrito sin puntuación y en corriente de conciencia (como el manifiesto beatnik manda) y, por supuesto, impreso en papel de pulpa tirando a sepia.




Bastan estos pocos ejemplos para hacer de The Black Dossier un capricho irresistible para el bibliófilo. Ahí reside a primera vista su valor: es un libro bonito compuesto a su vez de muchos otros libros bonitos. En segundo lugar, su calidad es la misma a la que nos tiene acostumbrados Moore con las dos entregas anteriores, aderezada esta nueva con alguna sorpresa: el malvado al que se enfrenta la Liga en esta ocasión es James Bond. Y número tres, ¿quieren saber por qué este Black Dossier es mi entrega favorita de la serie? Porque está diseñado y estructurado de tal forma que sus protagonistas, Mina Harker y Allan Quatermain jr., lo están leyendo al mismo tiempo que tú. El dosier negro es un conjunto de documentos que nuestros héroes han arrebatado a James Bond y que incluye todo tipo de textos literarios sobre la Liga. De cuando en cuando, Harker y Quatermain leen el dossier, y es en esos momentos cuando lse le van presentando os diferentes textos al lector en su formato original. Es decir, el libro que tienen en sus manos es (casi) el mismo que tienes en las tuyas. Como en La historia interminable.

Ya sé que es puro fetichismo, pero ¿qué hay más “bonito” que dejarse caer en la ilusión de que posees un libro salido de un mundo de ficción?




sábado, 10 de enero de 2009

Una gloria desconocida de la canción.


El pasado viernes 9 de enero, tuvimos la oportunidad de asistir al concierto en honor de Ramón Louriño Capizzi. Bernardo Capizzi, nieto del cantante, interpretó una interesante selección de su repertorio, acompañado del Niño Sergio y de Luisan, al piano y a la trompeta respectivamente; y del Maestro Lezkano, a las cuerdas.

Ingratos como somos con los nuestros, poco se conoce en España la figura de Ramón Louriño Cappizzi, a pesar de que lo vieron nacer las tierras gallegas. Ramón L. Capizzi conoció a Federico Gª Lorca en la Residencia de Estudiantes cuando estaba ya en la Colina del Chopo, como la llamaba JR Jiménez. El piano de Federico fue la chispa que encendió su gran amistad; pero, ¡ay!, en un bosque los árboles más altos ensombrecen a otros no menos valiosos. Acaso eso ocurrió con Capizzi. De ahí que hoy pocos lo recuerden.

Contaba Pepin Bello que antes de acudir a la cita con su fatídico destino, Federico, asustadizo, dudaba si huir a su tierra. Buñuel le recomendó quedarse en Madrid, más seguro que las tierras de señoritos de Andalucía. A punto estuvo de no marchar, pero Capizzi le comentó: "Dónde vas a estar mejor que con los tuyos?". Nunca pudo dejar de preguntarse si su comentario fue fruto de la envidia por sentirse un segundón a su lado...

Sea como fuere, Federico murió, y Capizzi huyó de España, quién sabe si arrastrando la culpa tras de sí. Fue a parar a San Antonio, Tejas, donde conoció al bluesman Robert Johnson, de quien se dice que vendió su alma al diablo. Capizzi fue testigo de excepción de un acontecimiento singular, pues asistió a la grabación de la mítica canción número 30 de Johnson. Como es bien sabido, sólo se conservan 29 canciones grabadas por Robert Johnson. La última, la número 30, se creía perdida hasta ahora. Pero no, la memoria de Ramón Louriño Capizzi la rescató de aquella sesión, y hoy la podemos escuchar por fin, versionada y traducida por su nieto Bernardo Capizzi. He aquí el video:





viernes, 9 de enero de 2009

La Agencia de Detectives Pinkerton


Nuestro logo.

¿Su hija se ha fugado de casa con un comunista poniendo en peligro el futuro de la fortuna familiar? ¿Su empresa recibe amenazas de los sindicatos para que reduzca las 90 horas semanales que impone usted a sus empleados? ¿Su esposa no encuentra el huevo de Fabergé que le regaló el zar y las sospechas han recaído sobre la criada? Quizá sea hora de contratar ayuda profesional. Quizá sea hora de recurrir a la Agencia de Detectives Pinkerton.


Quiénes somos:

La Agencia de Detectives Pinkerton pone a su disposición un amplio número de agentes con experiencia en:


  • Seguimiento de personas evitando las restricciones impuestas por la Ley de Derechos Civiles y la Constitución de los Estados Unidos de América.

  • Reventamiento de huelgas amparándonos en el derecho constitucional de nuestros agentes a llevar armas y utilizarlas de la manera que les sea conveniente.

  • Servicio de vigilancia en minas de oro.

  • Expropiación de terrenos en Territorios todavía no reconocidos como Estados por el Congreso.


Además contamos con una extensa base de datos sobre la población civil que, hoy en día, es la base de los archivos del F.B.I.


Nuestro fundador:

En 1850, Allan Pinkerton fundó la Agencia Policial del Noroeste, que luego pasaría a ser denominada Agencia de Detectives Pinkerton. Allan Pinkerton empezó a adquirir una cierta fama cuando, en 1862, nuestro líder frustró en Baltimore un primer intento de asesinato de Abraham Lincoln. Desgraciadamente Lincoln prescindió más tarde de sus servicios y un mediocre actor llamado John Wilkes Booth pudo acabar con su vida unos años más tarde. En 1872, el gobierno español contrató a Pinkerton para acabar con un amago revolucionario en Cuba, cuyos cabecillas tenían la insensata intención de abolir la esclavitud e instaurar la democracia. La gloriosa carrera de Allan Pinkerton acabó en 1884, cuando al resbalar en una calle de Chicago, dio contra el suelo mordiéndose la lengua. La infección subsiguiente provocó su muerte un mes más tarde.




Allan Pinkerton, izda; Abraham Lincoln, centro.

Nuestros agentes:

Probablemente el más famoso de nuestros agentes sea, por desgracia, Dashiell Hammett, quien trabajó para la Agencia de Detectives Pinkerton durante el periodo comprendido entre los años 1915 a 1922. El nombre de Hammett llegó por primera vez a los titulares de la prensa cuando, en 1922, trabajando para nosotros, detuvo a unos ladrones que en diciembre de 1921 se escaparon con un botín en joyas y plata por valor de 130.000 dólares. Unos meses más tarde, Hammett dejó de trabajar para la Agencia Pinkerton con la peregrina alegación de que tenía problemas de conciencia después de haber ejercido como agente revientahuelgas.

Su ingratitud alcanzó nuevas cotas cuando, con gran cinismo, utilizó su experiencia con la Pinkerton para dar forma a su primer personaje literario conocido, el Agente de la Continental. Dicho personaje protagonizó Cosecha Roja, novela en la que Hammett presentaba a La Continental, trasunto de nuestra agencia, como una fuerza para-policial corrupta que en alianza con los poderes políticos y de la prensa busca asegurarse el control sobre un pequeño pueblo estadounidense. Es más, tuvo la osadía de dar a entender que sólo el sentido ético de una persona (el del Agente, en este caso) en oposición al código deontológico que manejan sus patrones, es el único camino hacia la justicia social. Cosecha Roja confirmó lo que sospechábamos: que este señor no era más que un maldito comunista.

No nos avergonzamos a la hora de reconocer que nos equivocamos con este escritorzuelo y, desde entonces, nuestro departamento de personal ha puesto un exquisito cuidado para asegurarnos de la pureza ideológica de todos nuestros agentes.



Dashiell Hammett detiene a unos ladrones. Titular de 1922.

Nuestros enemigos:

Los anarquistas, en general. No se rían. Ustedes los europeos no saben lo que es el anarquismo. El anarquismo continental siempre fue un juego de niños: como mucho disparaban a algún príncipe obeso y putañero de vez en cuando, como hicieron con Francisco Fernando de Austria, o le clavaban una lima en el corazón a Sissi Emperatriz. Pero aquí, en los Estados Unidos de América, tuvimos la mayor oleada de actividad anarquista que se recuerda en el mundo, durante fines del siglo XIX y comienzos del XX. Huelgas de mineros, bombas en vías férreas, asesinato de patrones… Allí donde haya un anarquista, estará la Agencia de Detectives Pinkerton para detenerlo y así lo demostramos en la huelga de Homestead (1891), en la de Pullman (1894) y en la mal llamada masacre de Ludlow (1914).

Al Swearengen. Este señor era propietario de una casa de lenocinio a finales del siglo XIX en un pueblo de Dakota del Sur llamado Deadwood. Aliándose con el autonombrado sheriff del pueblo, Seth Bullock, pusieron en entredicho el nombre de la Agencia Pinkerton, que había sido contratada por el magnate de las minas de oro George Hearst para proteger su propiedad.

David Milch. Se la tenemos jurada a este señor. Como guionista de televisión, en su serie Deadwood se atreve a asegurar que la Pinkerton entró al servicio de George Hearst para controlar a los mineros de Cornualles que había contratado. Estos se negaban a trabajar más de doce horas diarias y empezaron a asociarse. Según Milch, dicho “control” sobre los mineros incluía palizas, asesinatos y, cuando esto no funcionaba, directamente el despido para ser sustituidos por trabajadores chinos dispuestos a trabajar todas las horas que hicieran falta. Negamos rotundamente todas estas acusaciones.

Thomas Pynchon. Se atreve a glorificar el anarquismo estadounidense en su novela Against the Day, recubriéndolo de una pátina romántica que para nada se corresponde con la realidad. Menos mal que es una novela de ciencia ficción y cualquier cristiano de bien no creerá nada de lo que se cuenta en ella.


Para contactar con nosotros:

Para contratar nuestros servicios contra pérfidos anarquistas, hijas díscolas y criadas amigas de lo ajeno, deje un comentario en este mismo blog indicando su email y/o número de teléfono.

Si lo que le interesa es la aventura y quiere hacer las pruebas de selección para convertirse en uno de nuestros agentes, únase al grupo Pinkerton Detective Agency que podrá encontrar en Facebook.






miércoles, 7 de enero de 2009

The Gambas



El Dr. Malarrama se enorgullece de presentar el último video de The Gambas, anunciando su single HONRADO y POBRE, que sin duda se convertirá en la próxima canción del verano.

Tiembla Nena Daconte.

El citado video es obra de Günther Geschlechtskrakheit (quien últimamente nos deleita con una apasionante historia del boxeo en su blog) y de nuestro becario (otra vez, qué pesado) con la imprescindible participación de los propios Gambas en la cámara y el montaje. En breves palabras, cuando llegamos con nuestros pantalones bombachos y las fustas preparadas para dar comienzo al rodaje nos encontramos con que los Gambas no sólo estaban borrachos sino que además tenían ya todo el material filmado.

Para que luego digan que la juventud no es hacendosa.

¡Aupa, Gambas!