domingo, 25 de mayo de 2008

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal

Uno de los diseños de personaje para En Busca del Arca Perdida, por Jim Steranko.

En 1981 Lawrence Kasdan escribió el guión de En Busca del Arca Perdida. Era un guionista casi sin experiencia, pero gran aficionado a la novela negra y a la del oeste. Hasta aquella fecha, su único trabajo en el cine había consistido en completar el guión de un western que Leigh Brackett, célebre escritora noir y autora del texto de las mejores películas del maestro Howard Hawks, había dejado incompleto para George Lucas. Leigh Brackett había muerto antes de acabarlo. Kasdan terminó aquel western y Lucas lo tituló El Imperio Contraataca. Contento del resultado, encargó a Kasdan el guión de la primera aventura de Indiana Jones.

El argumento de dicho guión, sin embargo, no fue cosa de Kasdan. Lo escribió un tal Philip Kaufman mientras George Lucas le traía cafés. Recientemente Kaufman había escrito para Clint Eastwood la que fue su primera obra maestra, El Fuera de la Ley.

Pero un buen argumento y un buen guión no eran suficientes. Había que crear una cierta imagen para el protagonista. Así entró en la función Jim Steranko, el primer dibujante que logró hacer un cómic de superhéroes no ya adulto, sino mínimanente legible: Nick Furia, Agente de SHIELD. Steranko se encargó de poner a Indiana Jones una cazadora de cuero, un látigo, dos cintos y el sombrero.

La película que resultó del trabajo de Kasdan, Kaufman y Steranko mientras George Lucas les traía cafés fue un éxito de público y de crítica.

Poco después Lawrence Kasdan decidió emprender su propia carrera como director de cine. Dirigió clásicos como Fuego en el Cuerpo y Gran Cañón. Philip Kaufman no le fue a la zaga e, igual que Kasdan, demostró tener interés por otros géneros distintos al de aventuras. Elegidos para la Gloria, La Insoportable Levedad del Ser y Quills, son obra suya. Jim Steranko dejó el cómic y sólo trabajó para el cine en otra ocasión. Hizo el storyboard del Drácula de Coppola. Después se retiró y, hoy en día, lleva siempre una moneda en el bolsillo. Cuando se siente perseguido sólo tiene que tirar la moneda al aire para que ésta se convierta en una katana. En breves palabras, está como una cabra y se cree que es Nick Furia.

En 2007 David Koepp, una persona mucho más sensata que, pongamos por ejemplo, Jim Steranko, escribe Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal. Mientras lo hace George Lucas le trae los cafés. Al igual que Kasdan y Kaufman, el apellido de Koepp empieza por K. Al contrario que Kasdan y Kaufman, Koepp tiene una gran experiencia como guionista. Suyas son obras del calibre de Parque Jurásico, Spider-Man y Zathura. No nos olvidemos que, además, ha dirigido ya, en apenas más de diez años de carrera, casi tantas películas como Kasdan o Kaufman, quienes empezaron mucho antes que él, a principios de los ochenta. Mientras Kaufman se atreve con Milan Kundera, el gusto de Koepp por las adaptaciones de Richard Matheson y Stephen King, delatan sus filias literarias.

La película que resultó del trabajo de Koepp y de..., bueno, de Koepp mientras George Lucas le traía cafés fue un éxito de público y de, ejem, ¿de crítica?

En serio, ¿a alguien le queda todavía alguna duda de que Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal es una puta mierda?


miércoles, 21 de mayo de 2008

La tira impresa en la Baja Edad Media y el Renacimiento

En esta entrada de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb damos comienzo a una nueva sección, El maravilloso mundo del cómic, donde se dará cuenta del estado de las investigaciones que el Dr. Malarrama está desarrollando sobre dicho tema. Lo que podrán ustedes leer son extractos del capítulo de su tesis doctoral dedicado a la historia del cómic. Espero sepan entender y perdonar el tono académico. Por supuesto, empezamos por el principio. ¿The Yellow Kid? Ah, ¡la ingenuidad! No, empezamos por la Baja Edad Media y el Renacimiento. La obra de David Kunzle a la que se hace referencia en el texto es The Early Comic Strip (1973). Berkeley: University of California Press.


Antes de empezar, una nota: las broadsheet y los Bilderbogen, a los que se hace referencia constante, son impresos grabados en una sola hoja, de tamaño más bien grande (hoy en día, se denominan broadsheets a los periódicos tipo sábana), y con contenido predominantemente gráfico.


La tira impresa en la Baja Edad Media y el Renacimiento (s. XV–s. XVI)

Lo narrativo, durante la Edad Media, está indisolublemente unido al discurso moral. No sólo en la literatura religiosa, sino también en la secular. Al fin y al cabo, el protagonista del romance de caballería no es sólo un héroe popular, sino también paradigma perfecto de las virtudes cristianas, y las amadas inalcanzables que describe la poesía de amor cortés tiene como modelo obvio la pureza de la Virgen María. No es de extrañar, por tanto, que también el género de la tira impresa, herede sus primeras matrices narrativas de la tradición católica.

Las tiras más antiguas que se conservan no representan, sin embargo, ninguna historia bíblica, sino que sirven de ilustración a series tópicas de símbolos morales, como por ejemplo: los Siete Pecados Capitales, las Edades del Hombre, los Cuatro Temperamentos según la predominancia de los humores corporales, la Danza de la Muerte o los Diez Mandamientos. En sentido estricto, debemos referirnos a este tipo de grabados como “ciclos”, no como tiras, pues no tienen un contenido propiamente narrativo. Son, como mucho, una sucesión de emblemas que, mediante los elementos iconográficos propios de la Edad Media, vienen a representar, más que acciones, estados. Así en un Bilderbogen germano de 1470, titulado El demonio y los siete pecados capitales, puede identificarse a cada pecador por el animal que monta: la Avaricia, un sapo; la Ira, un oso; la Lujuria, una cabra; etc.

Sin embargo, algunos de estos grabados se empiezan a apartar de la iconografía tópica, poniendo en escena acciones características, en lugar de ilustrar símbolos arbitrarios. De este modo ocurre en el grabado Los diez mandamientos (fig. 1). El primer mandamiento, “Creerás en Dios sobre todas las cosas”, es ilustrado por una escena, y no por un código arbitrario: un fiel adorando a Cristo mientras, detrás de él, tres hombres adoran un ídolo.


Fig. 1 - Anónimo (c. 1460), Los diez mandamientos.

Dos características podemos reseñar en este Bilderbogen, las cuales se convertirán en constante dentro del género de la tira narrativa. Primero, existe una tendencia hacia un cierto realismo o, cuanto menos, un intento de representar acciones íntimas e individualizadas (véase la viñeta 4, “Honrarás a tu padre y a tu madre”, donde la hija peina el cabello de su madre y el hijo le lava los pies al padre). Segundo, el grabador aplica una técnica narrativa que podríamos resumir con la fórmula: “una viñeta, una acción”.

Pero al margen de estas dos características, no hay que olvidar una cosa: la fig. 1 carece de una característica esencial para que podamos atribuirle de pleno derecho el adjetivo “narrativo”. Entre sus imágenes no existe relación causa-efecto, pues no hay progresión alguna en la serie de los mandamientos. El primero no implica el segundo, ni el segundo el tercero. Cada ilustración está deslocalizada temporalmente, ya que pese a su realismo, no deja de ser un emblema: la imagen de un imperativo moral eterno.

Será en otro tipo de grabados donde empiece a aparecer la secuencia narrativa tal y como la conocemos ahora. Algunos basan su estructura, no tanto en la iconografía tópica y las series de emblemas, como en alguna fórmula característica de la retórica escolástica: por ejemplo, el método de contraste del “antes y después”. Ésta era, precisamente, una de las estructuras preferidas por la propaganda luterana: una viñeta de Cristo predicando y, junto a ella, una del Papa rodeado de riquezas; una viñeta de Cristo con la corona de espinas y otra del Papa con una corona de oro. Al contrario que las series de emblemas, tenemos ya aquí el germen de lo narrativo: una vinculación causal entre las imágenes y un contraste entre dos momentos del tiempo diferentes. Resulta peculiar, además, que este formato del “antes y después” haya sobrevivido hasta muy recientemente en el cómic publicitario (recordemos los típicos anuncios de crecepelo o de cursos de culturismo por correspondencia en la prensa de los años cincuenta).

Durante el Renacimiento, los grabadores ensayaron progresivamente con estructuras narrativas más complejas que la del método luterano de contraste. Es ahora cuando abordan gráficamente la historia sagrada. Además, tienen una ventaja: no empiezan desde cero. Lo único que tenían que hacer era adoptar la misma técnica secuencial que habían utilizado los dibujantes de miniaturas, como por ejemplo, los de las Cantigas de Nuestra Señora. Más primitiva que las Cantigas y todavía deudora de las series medievales de emblemas, es la broadsheet inglesa que reproducimos a continuación y que lleva por título Lamento sobre el cuerpo de Cristo, la cual fue impresa a modo de carta de indulgencia (fig. 2).


Fig. 2 - Anónimo (c. 1500), Lamento sobre el cuerpo de Cristo. El texto de la carta de indulgencia reza: "Quien estando en pecado contemple esta estampa de la Pasión, tendrá [número ilegible] años de perdón".

Cada una de las viñetas que rodea la imagen de la pietà, ilustra de manera convencional y simbólica, pero en desorden, un evento de la vida de Cristo. Así, la corona de espinas representa el episodio de la Pasión; el gallo, las tres traiciones de San Pedro; los clavos, la crucifixión; etc. Al contrario que en la fig. 1, aquí el modo de representación es totalmente icónico y alejado de todo realismo. Basta un objeto simbólico para conceptualizar todo un evento, no es necesario más. Observemos, no obstante, que el relativo “primitivismo” de esta broadsheet no se debe a su fecha de producción. Ésta es, de hecho, cuarenta años posterior a la de la fig. 1, la cual tiene un corte mucho más realista. En realidad, ambos estilos, realista e icónico conviven durante toda la Edad Media hasta el Renacimiento. Como se podrá comprobar a tenor de los ejemplos subsiguientes, el tono del Renacimiento será predominantemente realista en detrimento de lo icónico. Estilo éste que, sin embargo, resurgirá con la llegada de la caricatura y, desde entonces, sobrevivirá hasta nuestros días.

Según se continúa afianzando la técnica narrativa en la tira impresa, se va verificando un proceso de secularización. Nada más sencillo que aplicar el método secuencial ya ensayado en las narraciones bíblicas, a otro tipo de narraciones ajenas al texto sagrado: vidas de santos, crónicas de milagros o temas ya más mundanos como, por ejemplo, propaganda antisemita y en contra de los jesuitas, o escenas de la vida campesina.

Buen ejemplo de un estado intermedio entre lo religioso y lo secular, son los curiosísimos grabados que ilustran una alegoría muy recurrente durante el medievo: la que presenta a Cristo cortejado por el alma cristiana. Se trata de un tema heredado directamente de la tradición de la poesía mística. El alma cristiana es representada por una tentadora joven que intenta seducir a Cristo de modos muy diversos; o, viceversa, es Cristo el que intenta conquistar a la joven. Es este último el caso del grabado que aquí incluimos (fig. 3), donde entre las técnicas de seducción de Cristo se encuentran el castigo corporal (viñeta 4), la pócima amorosa (viñeta 8), el juego del escondite (viñeta 10), la serenata de violín y tambor (viñetas 15 y 16) o, para ir al grano, la acción directa (el texto que acompaña la viñeta 4 no puede ser más explícito: “Jesús: Si deseas servirme, habrás de desnudarte / Alma cristiana: ¡Mirad cómo quiere desnudarme!”.


Fig. 3 - Anónimo (c. 1460-1480), Cristo cortejado por el Alma Cristiana.

Al margen de lo chocante que nos pueda resultar la alegoría, este ejemplo nos sirve para demostrar cómo ya a mediados del siglo XV los grabadores dominaban a la perfección la técnica secuencial. A pesar de su carácter simbólico, la fig. 3 ya no tiene nada de icónico o emblemático. De no ser por el halo que rodea a Cristo, la secuencia entera podría pasar por una historia de amor cortesano. Secuencia, decimos, porque al contrario que los grabados que hemos visto antes, nos encontramos ya aquí con una serie de ilustraciones puestas en secuencia de modo riguroso, como en las Cantigas. Ya no se trata de una serie atemporal de acontecimientos, sino una cadena de eventos ordenada temporalmente, de modo que entre ellos se establecen relaciones causa-efecto.

De momento no nos hemos apartado demasiado de la técnica tradicional de los miniaturistas, consistente en ilustrar escena por escena una serie de eventos (recordemos la máxima “una viñeta, una acción”). Por eso resulta sorprendente encontrar un Bilderbogen como el que reproducimos en la fig. 4, donde se usa la técnica secuencial no sólo para representar una cadena de acontecimientos, sino también para representar el movimiento.

Aunque su tema es ya plenamente secular, no deja de tener contenido moral. Se trata de poner en secuencia los efectos de la música y la fiesta entre el campesinado. Dichos efectos son progresivos y se suceden de manera cronológica en las cuatro últimas viñetas: primero, una mujer encuentra a su marido vomitando y se lo lleva a casa (viñeta 9); luego, otra amenaza a su marido con un palo al verlo con otra mujer (viñeta 10); una tercera mujer, anciana ya, envidia el juego amoroso de una joven pareja (viñeta 11) y, por último, un hombre recrimina a su amigo por sus excesos (viñeta 12). Hasta ahora no nos separamos de la vieja máxima. Pero en las viñetas 3, 4 y 5 ocurre algo muy distinto, y he aquí donde radica la originalidad de este Bilderbogen. Son estas tres viñetas juntas, y no sólo una de ellas, las que narran una acción: la acción del baile. El grabador ha segmentado la acción en tres momentos característicos de un paso de baile circular, dotando a la narración de un dinamismo más propio del cómic tal y como hoy lo conocemos, que de la tira impresa medieval.

A la luz de ejemplos como éste (ejemplos tardíos, eso sí, pues la fig. 4 está fechada ya en pleno Renacimiento) debemos concluir que, a mediados del s. XVI, podemos encontrar grabados en broadsheet o Bilderbogen que poseen ya los elementos esenciales de lo que luego, en el s. XIX se dará a llamar cómic: uso de la secuencia de ilustraciones para narrar una historia, uso opcional del texto para fijar el significado de la imagen y segmentación del movimiento por fases.


Fig. 4 - Beham, Hans Sebald (1537), Danza de Campesinos. Nürnberg.

Otra de las constantes de la tira narrativa durante la Edad Media y el Renacimiento es la convivencia de dos modos distintos de secuenciación. Por un lado, la secuenciación que ya nos es familiar, donde la acción se desarrolla viñeta a viñeta, es decir, segmentadamente; y, por otro lado, un segundo modo de secuenciación que tiene lugar en el interior de una sola viñeta. Al primer modo de secuenciación lo denominaremos inter-viñetas; al segundo, intra-viñeta. Si más arriba hemos dicho que el anterior es heredero de las miniaturas, este último tiene como precedente aquellos retablos medievales y renacentistas donde se representan diferentes episodios conectados por un mismo espacio.

La secuenciación intra-viñeta (denominada por David Kunzle single-setting technique) tiene lugar dentro de una sola viñeta y dentro en un mismo espacio, donde se incluyen “tres (excepcionalmente dos) o más episodios de la misma historia” (Kunzle, 1973: 4). En lugar de existir una segmentación por viñetas, cada uno de los episodios es identificado habitualmente con una letra para establecer el orden de lectura.



Fig. 5 - Anónimo (1569), El origen y el carácter de esos cerdos (Swine) que se hacen llamar a sí mismos Jesuítas. [sic]


La fig. 5 utiliza este modo de secuenciación intra-viñeta para articular su discurso anti-jesuita. El Papa Pablo IV es representado por una cerda (A), que después de copular con un perro (B), está preparada para dar a luz a su descendencia[1]. La madre del perro les hace una visita (C), mientras los obispos rezan (D) y las tres Furias acuden para ayudar como parteras (E). Los retoños, es decir, los jesuitas, nacen por fin. Son cerdos con cabeza de perro y cola de lobo: Schwinehunde. Sus padres, orgullosos, les dan la mejor educación (F y G), terminada la cual se dedican a profanar templos (I) y tumbas, incluida la de Lutero. Ante tanta iniquidad, Cristo expulsa a los cerdo-perros y les hace caer al mar (K).

En ocasiones, en la secuenciación intra-viñeta no hay letras o signo alguno que imponga un orden de lectura. Esto dará lugar a estrategias narrativas más sofisticadas, como la de la siguiente broadsheet fechada hacia el final del Renacimiento:

[FALTA IMAGEN - Fig. 6 : échenle la culpa a Blogger, que sólo admite cinco por entrada]

El asunto que trata la fig. 6 fue célebre en su época y fue objeto de numerosos grabados. El monje jacobino Jacques Clément recibe un encargo por parte de sus superiores eclesiásticos: matar a Enrique III, rey de Francia, quien se encontraba dividido entre la causa de los hugonotes y la de los católicos. En este caso, el grabador ha distinguido tres momentos importantes en esta conjura: Jacques Clément recibiendo la bendición de sus superiores (esquina superior derecha), el asesinato en sí (centro derecha) y la captura del asesino por parte de la guardia real (izquierda). Igual que en la fig 5. tenemos aquí varias dimensiones temporales que coexisten en un mismo espacio. El orden de sucesión es claro, pero al contrario que en la fig. 5, no aparece especificado dentro de la viñeta, sino que lo dicta la lógica de los eventos. Es a partir de este tipo de grabados que empieza a cobrar importancia un elemento que, hasta ahora, había sido relativamente desdeñado: el fondo. A partir del Renacimiento, se utilizarán los fondos con intenciones narrativas (poniendo a personajes en segundo plano, dando cabida a acciones secundarias, incorporando detalles explicativos, etc.). Esta función narrativa del segundo plano llegará a su punto más alto con William Hogarth, hacia mediados del siglo XVIII.

Como veremos más adelante, la secuenciación intra-viñeta puede darse de forma conjunta con la secuenciación inter-viñetas. Nada impide que una viñeta se limite a narrar una sola acción, mientras que la siguiente englobe varias. Sin embargo, poco a poco se empieza a considerar arcaica la secuenciación intra-viñeta. Pese a su popularidad durante el Renacimiento, va cayendo en desuso a lo largo del siglo XVII y desaparece casi por completo en el XVIII. A pesar de eso, la secuenciación intra-viñeta pervive bajo otras formas en el cómic moderno, como por ejemplo, en la secuenciación por bocadillos; asunto del que nos ocuparemos en su debido momento.




[1] Los símbolos animales de esta tira satírica tienen fácil explicación. Petrus Canisius, que por su apellido le llamaban “el perro”, era el líder jesuita responsable de la construcción de la Universidad Jesuita de Ingolstadt y otras instituciones educativas similares a lo largo de Baviera. A su vez, era consejero del Emperador Fernando en la cuestión de la supresión del protestantismo. Es debido al apodo de Canisius que a los jesuitas se les insultaba llamándolos Schwinehund (cerdoperros), subrayando así su doble naturaleza: educación jesuita, servilismo papal. A modo de curiosidad, el término Schwinehund también se utiliza, hoy día, en argot, con el significado de “homosexual”.

domingo, 18 de mayo de 2008

Dicen que el padre de Sofia Coppola también hacía películas.

Sí, parece viejuna. No es de extrañar, ha tardado diez años en hacerla...


Hoy, película.

Bergman y Antonioni murieron el año pasado y con ellos, dicen, el cine. Yo no soy tan pesimista, pero desde ayer todas mis esperanzas de que alguien lo resucite descansan en Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal. Les voy a contar por qué. Ayer abrí la mula, lleno todavía de fe en los viejos maestros y probé con la nueva de Coppola. Youth without Youth, se titula.
Ya sabrán ustedes la historia. En los últimos años, la niña Coppola ha hecho una película tras otra mientras se follaba al Quentin Tarantino entre rodaje y rodaje. Total, que a papá le dio envidia. Debió pensar: “ya hace casi diez años desde la última vez” (que rodó una película; porque, que sepamos, Tarantino nunca ha sido tocado por el genio). “Si a la nena le salen bien las pelis, ¿por qué a mi no?”.

¿Por qué a mí no? A priori parece una pregunta razonable, ¿verdad? Al fin y al cabo, estamos hablando del director de El Padrino, La Conversación, Apocalypse Now y Corazonada, así que ¿por qué a él no?

Pues porque no.

Y vamos a intentar explicar por qué no. Me voy a imaginar que soy Coppola. Me siento en mi despacho, y me meso la barba mientras me pongo a pensar: ¿y cuál será el argumento de mi próxima película? Veamos, ya lo tengo. Voy a hacer una película sobre un profesor de lingüística rumano ya anciano. Un buen día, yendo por la calle le cae un rayo encima. Curiosamente, el profesor no muere; al contrario, unos días más tarde descubre, para estupor de los doctores, que ha rejuvenecido. Pero no sólo eso. Se ha convertido en una especie de superhéroe (el término utilizado en la película es “mutante”). Tiene memoria fotográfica de todo lo que ha visto o leído, habla todos los idiomas de que se tiene conocimiento, puede hacer aparecer y desaparecer cosas y, lo mejor de todo: ni siquiera se tiene que molestar en leer un libro, con sólo cogerlo en su mano un foco cenital le ilumina la cara y, como por ensalmo, le entran en el cacumen los contenidos del volumen en cuestión.

La única forma razonable de leer Los Pilares de la Tierra

Amazing, ¿no creen? ¿A quién de ustedes no le gustaría convertirse en el superhéroe lingüista definitivo? ¿Que el villano de turno te amenaza con una pistola? No hay problema. Le recitas la Crítica de la Razón Pura de memoria, sin saltarte una coma, y le matas de aburrimiento. Pero no seamos tan frívolos. Hay que ver también el lado malo de ser superhéroe. No todo van a ser victorias contra el crimen, invitaciones a eventos oficiales, la llave de la ciudad y una hembra colgada de cada brazo mientras te piden melosas que les recites ese pasaje del Finnegans Wake que tanto les excita. No. La vida del superhéroe lingüista es más peligrosa de lo que parece a simple vista para el neófito. Y no me estoy refiriendo a los supervillanos. La ventaja que tiene ser un superhéroe lingüista es que, por ridículos que parezcan tus poderes, más ridículos aún resultarán tus enemigos. Imagínense lo que es luchar contra el Barón Sinalefa y su inefable esbirro, el Complemento Directo. La última vez que Batman se encontró con ellos para echarles una reprimenda, se echó a reír de tal modo que tuvieron que esconderse en su guarida durante un año entero de la vergüenza que les dio. Ah, pero me he olvidado de un detalle. Nuestro superhéroe lingüista se enfrenta a retos mucho más peligrosos que cualquier otro übermensch por una sencilla razón: su historia trascurre durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Y quién necesita supervillanos ridículos cuando tiene a los nazis?

Pero ¿qué pueden querer los nazis de un lingüista?, me preguntan. Por favor, no sean inocentes. Si has dedicado tu vida entera al estudio de un tema tan codiciado por el Tercer Reich como es el origen del lenguaje, y para mayor inri, todo el mundo sabe que eres mutante, vas a tener detrás de tu pista a toda la División de Armas Secretas de las S.S. por cojones. ¿Es que no han aprendido nada yendo al cine? Pues pregúntenle, pregúntenle a Indiana Jones. Total, que nuestro superhéroe lingüista se mete en líos mil por culpa de los nazis. Sin ir más lejos, hasta se le mete en la cama una espía de las S.S. y, claro, tiene que enamorarla haciendo uso de sus poderes lingüísticos (ver foto) para que luego, ella, con el corazón reblandecido, se ponga en medio de la bala cuando dispare uno de sus jefes.

Pongan a un lingüista en su vida. Pero no se olviden de quitarse las ligas si no quieren que todo quede en un rollo de una sola noche. Y recuerden: "nunca, nunca hablen de política en la primera cita".

¿Ven adónde quiero llegar? Lo que les decía, que Coppola se puso a pensar en todo esto que les acabo de contar mientras se mesaba la barba y, luego, se puso en pie y exclamó: “Si a la nena le salen bien las pelis, ¿por qué a mi no?”.

jueves, 15 de mayo de 2008

El barroco también puede ser divertido

Los efectos de la ginebra barata en el lumpen-proletariat londinense de mediados del s. XVIII: ¡agarren a sus hijos, señoras!

Desde que inauguré este blog, uno de mis más firmes propósitos ha sido siempre darles la brasa con un tema de capital trascendencia, no sabemos para qué ni para quién, pero como, en resumidas cuentas y ¿por qué negarlo?, yo también soy friqui al fin y al cabo, de alguna obsesión totalmente inútil tendré que hablarles. Me estoy refiriendo, claro está, al Barroco.

Pues menudo rollo nos va a soltar, ya les oigo. Pero, ¿por qué? ¿Acaso piensan que el Barroco no fue divertido? Eso es porque a uno le dicen “Barroco” y se pone a pensar en que, joder, acabo de recibir otra invitación de la condesa de Warwickshire y qué aburridas son sus fiestas, todo el mundo ahí en el drawing-room, escuchando a cualquier petardo tocando el clavicordio, qué pereza me da ir, ponerme la peluca, empolvarme la cara, no sonreír para que nadie pueda verme la dentadura podrida…

Clavicordios y pelucas, a eso se reducía el Barroco según nuestros profesores de historia en el instituto. Clavicordios y pelucas. Pues no. Yo les digo: sigan leyendo y descubrirán que ese apasionante periodo de la historia europea también tiene un lado lo suficientemente retorcido como para atraer la atención del gusto friqui más trastornado.

Para demostrarlo, hoy les voy a presentar al autor de cómic más célebre del Barroco: William Hogarth. ¿Cómo que cómic? Pues sí, no hace falta que se laven las orejas. Han oído ustedes bien. Cierto es que, por aquella época, nadie había oído hablar de Superman o La Patrulla-X, pero si entendemos por cómic una narración gráfica donde la ilustración tiene más peso que el texto, organizada por viñetas e impresa de modo que pueda reproducirse de forma en principio ilimitada, pues bien, si lo entienden así, entonces el cómic existe desde la Baja Edad Media. Pero de eso ya hablaremos en otra ocasión.

Estábamos en William Hogarth, según Baudelaire, el primer caricaturista de éxito masivo y una persona francamente despreciable. Hogarth, además de pintor, era grabador y en 1732 (de acuerdo, nos hemos pasado un poco del Barroco y ya estamos en el Rococó, pero ¿qué es el Rococó sino el Barroco pero a lo bestia?), en 1732 digo, y fíjense en lo que ha llovido desde entonces, editó la narración gráfica de mayor longitud hasta la fecha. Tres años más tarde la superó con otra incluso más larga. Pero narración, ¿de qué?, se preguntarán. ¿De una aburrida velada en el drawing room de la condesa de Warwickshire? Pues no. Los títulos de ambas obras son The Harlot’s Progress y The Rake’s Progress, que hablando en plata podríamos traducir por El Camino de la Puta y El Camino del Putañero.

Lo que no se pueden imaginar es el éxito que tenían los “cómics” de Hogarth. Cuando éste anunció que su Harlot’s Progress iba a tener una segunda parte, la respuesta popular fue tan grande, que sus rivales se movilizaron. Para que se hagan una idea, es como cuando ahora todo cristo está que no caga por ver la nueva película de Indiana Jones y sólo tienes que hacer “clic” en el eMule para bajarte una copia pirata. Pues igual con Hogarth. Cuando estaba dibujando The Rake’s Progress invitó descuidadamente a su taller a dos tipos que se hicieron pasar por editores. En realidad no eran más que ilustradores de tres al cuarto que, haciendo gala de una increíble memoria fotográfica, le copiaron los diseños y el argumento de la narración, para sacar, meses antes de que Hogarth terminara su obra, una versión apócrifa de la misma. Hogarth se cabreó tanto que movió los hilos que tenía para que la cámara de los comunes aprobara una ley del copyright, la primera de Inglaterra y la primera de Europa. Aquello fue tan sonado que, cuando se aprobó, todo el mundo conocía dicha ley como la Hogarth’s Act. ¿Piensan que exageraba nuestro Hogarth? No señores, era más listo que el hambre y sabía perfectamente el dinero que iba a sacar de sus “cómics”. De hecho, The Rake’s Progress no fue sólo un caso célebre por haber motivado la primera ley para proteger los derechos de autor, sino que también dio lugar a un fenómeno que hoy nos resulta muy conocido: el merchandising. Todo el mundo quería leer las aventuras del putañero de Hogarth, pero no bastaba con eso. Nuestro putañero se convirtió en un emblema, en una especie de héroe popular que había que tener cuanto más cerca mejor. Se grabaron tazas de té con las viñetas de The Rake’s Progress e, incluso, abanicos con la imagen del putañero. ¿Se imaginan a la condesa de Warwickshire incitándoles a golpe de lanzarles miraditas bajo uno de estos abanicos? A ver si esas veladas resulta que no eran tan aburridas como ustedes pensaban…


Sabiendo esto... ¿quién se atreve ahora a declinar una invitación?

Prostitución, alcoholismo, infanticidio y la sordidez en todas sus formas, eran los temas favoritos de Hogarth. Ya nos advirtió Baudelaire que era un tipo despreciable. ¿Que sólo han visto de Hogarth algún retrato aburrido en el Thyssen? Pues dejen que les diga que, en su época, todo el mundo tenía colgadas en su casa bellas estampas como la de Gin Lane (arriba: pichen sobre la ilustración para ver más de cerca al niño empalado por accidente) o la viñeta final de la narración The Four Stages of Cruelty, donde un grupo de cirujanos enloquecidos practica una autopsia a un asesino consumado (ojo al detalle del perro).

La lección de anatomía.

Ya saben, si lo que quieren es imbuirse del lúdico espíritu de aquella época, les aconsejo que practiquen ustedes también el feng-shui barroco y visiten el siguiente link, donde encontrarán todos los “comics” de Hogarth (con la excepción de The Four Stages of Cruelty), ya libres de derechos, por lo que podrán imprimirlos y decorar impunemente las paredes de su hogar.


De vuelta a casa.

El salón estaba a oscuras. Gustavo se quedó en la entrada, con el maletín en la mano, bajo el arco del minúsculo recibidor. Al otro lado del salón, una silueta negra ocupaba el sillón de papá. El sillón donde ninguna otra persona podía sentarse cuando eran pequeños. Aun sin dar tiempo a sus ojos para que compensaran la falta de luz, Gustavo supo que la sombra chinesca del sillón pertenecía a su hermano.
—Pasa, Gustavo. Estoy aquí —dijo la sombra.
—Voy a dar la luz.
—No, por favor. Me duele mucho la cabeza.
Gustavo apretó el interruptor de la pared. Al encenderse la lámpara del salón, su hermano apretó los ojos con fuerza y se los cubrió con la mano.
—¿Me has hecho venir por un dolor de cabeza? —dijo Gustavo.
—Anda —respondió su hermano todavía con la mano sobre los ojos—, sé bueno y dame una aspirina. No hay una en toda la casa.
Gustavo avanzó hacia el sillón y se detuvo delante de él. Dejó el maletín encima de la mesa de roble, sin molestarse en abrirlo.
—¿Está papá despierto? —dijo luego.
—No. Acabo de llegar.
—¿Te has pasado toda la noche conduciendo esa camioneta destartalada y lo primero que se te ocurre es pasar por aquí para enseñarle a papá la nueva escuadradora?
—Vamos, dame una aspirina —repitió mientras alargaba el brazo hacia el maletín.
Gustavo le agarró de la muñeca y le inmovilizó el brazo contra la mesa. Luego, extrajo del interior de su maletín un tubo de plástico y, con un golpe seco, lo puso de pie sobre la superficie de madera pulida.
—Atibórrate de ellas si quieres, pedazo de imbécil —dijo a continuación—. Creí que habías tenido un accidente.
—No te he despertado a las seis de la mañana sólo por un dolor de cabeza —respondió su hermano mientras sacaba una aspirina del tubo.
—Abel, ¿me vas a decir de una vez qué es lo que ocurre?
—¿Has sentido alguna vez como si todo lo que has sido en tu vida… como si todo lo que has levantado con tus manos estuviera a punto de desmoronarse?
—Pídeme todas las aspirinas que te venga en gana, pero si quieres contarle tus problemas a alguien, te doy el número de un colega en Ciudad Real. Lo mío es la medicina general, no la psiquiatría. Bastante tengo ya con ser tu hermano.
—No seas sarcástico. Hacía mucho que no venía a esta casa. Será que me he puesto nostálgico. “Por mucho que uno intente huir del pasado…”
—“…el pasado acaba siempre alcanzándote”.
—El dicho favorito de papá. Lo que no sabía era que papá también tenía esa vena nostálgica.
—¿A qué te refieres?
—A todo eso que tiene ahí en su despacho —dijo señalando hacia un bargueño arrinconado en una esquina del salón.
Encima del mueble escritorio colgaban de la pared una foto antigua de un taller de carpintería, una pequeña vitrina con el armazón de madera labrado a mano y un enorme título universitario en un marco dorado.
Abel se encogió de hombros y continuó:
—Ningún recuerdo mío en el rincón de su memoria.
—Dijo que le hacía ilusión poner ahí mi título —le explicó Gustavo—. No tengo idea por qué. Él me lo pidió y yo se lo di.
—No hace falta que me des explicaciones. ¿Qué es eso que hay dentro de la vitrina?
—¿El martillo?
Abel se levantó del sillón y caminó hacia el “despacho”. Levantó el cristal de la vitrina y sacó el objeto en cuestión.
—Claro, el famoso martillo —dijo luego, examinándolo—. Ya casi lo había olvidado.
—Yo no. Pero, claro, a ti nunca te dio con él.
—Ahora me acuerdo —con el martillo en alto, Abel frunció el labio superior y comenzó a farfullar con voz grave y arrastrando las vocales—: “El pan con que te alimento me lo he ganado con este martillo. Con este martillo levanté la casa donde vives. Así que mientras sigas aquí, te voy a decir con este martillo lo que está bien y lo que está mal”.
—Me partió la rótula. Tenía diecisiete años.
—¿Qué esperabas? La del señor Antonio te vio en Ciudad Real besándote con el Quini.
Gustavo le miró a los ojos. Después, miró el martillo. Volvió a mirar a Abel y, sin decir palabra, cerró la hebilla del maletín, se dio media vuelta y se fue caminando hacia la puerta. Abel dio un golpe seco en la mesa de roble con el martillo.
—¿Qué te has creído? —dijo Abel con la herramienta en la mano— ¿Que a mí no me zurraba? Cada vez que salía de borrachera con la pandilla y llegaba tarde a casa, me partía la cara a manotazos. Pero al contrario que tú, no hice un mundo de ello. Al menos, a ti no volvió a ponerte la mano encima desde aquello. Yo he tenido que sufrirle todos estos años. Como padre y como jefe, en la carpintería y en el ayuntamiento. En cambio tú, regresas al pueblo hace cinco meses, con tu titulito y tu consulta, nos restriegas a todos tu éxito por la cara y ahí lo tienes, ¡metido en el bolsillo! Padre e hijo tomando juntos el cafelito cada viernes.
—Si sigo viendo a mi padre es porque es mi paciente. Vengo a verle cada viernes para su revisión semanal y ahí acaba nuestra relación.
—¿Seguro? Pues por lo que él cuenta en el taller parece como si fuerais uña y carne.
—Y ¿qué me dices de ti? ¿Has vuelto a ver al Quini?
De repente, Abel se quedó callado. Después de un prolongado silencio recuperó la calma.
—Si quieres que sigamos discutiendo —prosiguió Gustavo—, vamos a hacerlo a algún sitio donde no podamos despertar a papá.
—Por mucho que gritemos, dudo que vayamos a despertarle —dijo Abel.
—¿Ocurre algo? Dímelo.
—No te enfades conmigo, Gustavo. Oye, mira: te dije por teléfono que estaba aquí y que me encontraba mal porque no quería preocuparte. Pero…
—Pero.
—No soy yo. Es papá.
Sin decir palabra, Gustavo empezó a caminar en dirección al pasillo que penetraba en el interior de la casa. Al llegar al centro del salón, su hermano le impidió el paso.
—Quítate de en medio —le exigió el médico.
—No está en su habitación.
—¿Dónde entonces?
—En el garaje.
—¿Le has sacado de la cama a estas horas para que vea la escuadradora que has traído de Madrid? ¿No decías que estaba dormido?
—Está dentro de la camioneta.
—(…)
—Todavía está sentado dentro de la camioneta. No ha salido de ahí en toda la noche —dijo Abel al cabo de un rato.
—Pero qué hijo de puta eres.
—La misma que te parió a ti. Para el carro, Gustavo… se empeñó él mismo en ir conmigo a Madrid.
—¿Y tú te lo llevas así sin más? ¿Sin decirme nada?
—¿Cómo iba yo a saber que estaba tan mal del corazón? Joder, ¿de quién es la culpa? Deberías habérmelo advertido. Tú eres su médico. Él no me contaba nada.
—¿Qué le ha pasado? ¿Está bien, Abel?
—Está muerto. Así es como está.
Gustavo miró el martillo que colgaba todavía de la mano de Abel. Después, miró a su hermano. Volvió a mirar el martillo.
—Le dio un infarto mientras yo conducía —explicó Abel—. Fue muy rápido. Ni se enteró.
—¿Por qué no paraste?
—Estaba muerto.
—¿Dónde ocurrió?
—A la altura de Tomelloso.
—¿Por qué no diste la vuelta para llevarlo a Ciudad Real? Podían haberle reanimado en el hospital.
—Estaba ya muerto, Gustavo.
—¿Cómo lo sabes?
—Le tomé el pulso.
Gustavo suspiró.
—Vamos —dijo luego.
Y ambos hermanos salieron juntos por la puerta principal de la casa.
—Ya sabes cómo es papá —explicó Abel mientras daban la vuelta al edificio por el jardín—. No quería pagar un hostal. Pasamos el día en Madrid. Cerramos la compra de la sierra escuadradora por la tarde, pero luego tuvimos que ocuparnos de otro asunto. Terminamos a las once de la noche y papá se empeñó en emprender la vuelta. Que él sólo dormía en su cama. Yo insistí en pasar la noche en Madrid, pero él en sus trece.
—Date prisa.
La hierba del jardín crecía de manera poco uniforme y hasta los rincones más frondosos estaban agujereados por calvas. Una hilera de arizónicas sin podar rodeaba la finca, haciendo que el interior resultara invisible desde fuera.
—No parecía cansado —prosiguió Abel—, así que al final le dije que bueno. Que nos volvíamos ya si él quería. Que podía dormir en el coche. Te juro que no lo vi cansado. Incluso se mostró animado durante el trayecto. Hasta que, de repente… Mira, Gustavo, le podía haber pasado en cualquier sitio. Por ejemplo, aquí, en su casa. Durmiendo en su cama…
La puerta del garaje estaba en la parte trasera del edificio. A los pies del cierre metálico se interrumpía el trazado de unas huellas de camioneta que daban la vuelta a la finca. Gustavo corrió el cierre sin ayuda.
—¿Papá?
La voz de Gustavo resonó en el garaje.
—Espera, Gustavo. Deja que abra yo la puerta de la camioneta. Está demasiado oscuro.
Abel abrió con cuidado la portezuela del copiloto. Por el resquicio asomó una mano nervuda todavía sujeta a la puerta. Un tirón, y la mano se soltó de la agarradera. Ahora, le colgaba del costado.
—Mírale la cara —dijo Abel—. Con lo mala bestia que era y lo tranquilo que parece ahora.
—Si no te callas no voy a poder tomarle el pulso —dijo Gustavo, cogiendo la muñeca de su padre.
—Ya te lo he dicho…
—No hace falta —apenas pasaron unos segundos le soltó la mano—. Está muerto.
Abel le dio la espalda y avanzó hasta el fondo del garaje. Luego, se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Dejó el martillo a su lado y se abrazó las rodillas como un niño pequeño.
—¿Y ahora, qué? —dijo después de un breve silencio.
—Ahora nada. Está muerto.
—Lo que quiero decir es qué vamos a hacer.
—(…)
—¿Qué vamos a hacer? —insistió Abel.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo su hermano—. Vamos a hacer lo que todo el mundo hace cuando se le muere un padre. Se le coge, se le mete en una caja de pino y se le pone bajo tierra. Eso es lo que vamos a hacer. Hasta puede que venga algún vecino al entierro para despedirse de su alcalde.
—Me refiero a qué vas a hacer tú.
—Ya me figuraba. ¿Alguna vez te ha importado algo que no fuese tu propio pellejo?
—Piénsalo, Gustavo. Si el corazón se le hubiera parado dos horas después, le habría cogido en la cama. Tan tranquilo. A nadie le hubiera importado. Al fin y al cabo estaba mal del corazón. En un momento u otro tenía que ocurrir. “Y con esa cara de angelico que se le ha puesto”, habrían dicho; “y en la cama, como a él le hubiera gustado…” Piénsalo. ¿Qué son dos horas más o menos?
—¿Quieres rellenar tú mismo el parte de defunción? —contestó Gustavo.
Abel se puso en pie.
—¿Por qué no te ahorras el cinismo? —dijo, acercándose a su hermano—. Venga, suéltame el sermón de siempre… Y no te olvides de recordarme tus elevados principios morales. Pero tampoco te olvides de que mientras yo malgastaba mi juventud trabajando con papá en la carpintería, tú y tus principios os lo estabais pasando en grande en Madrid durante el tiempo que estuviste estudiando allí la carrera. Poniéndole el culo a tus amiguitos rojos en las manifestaciones universitarias. Aunque, eso sí, cuando venían los grises y te metían en el trullo, no le hacías ascos a que papá moviera sus influencias para sacarte de allí.
—No voy a discutir contigo, Abel. Sólo quiero que me digas qué es lo que tengo que poner en el parte.
Abel cerró los ojos por un momento y, al abrirlos de nuevo, le puso a Gustavo la mano en el hombro.
—Perdóname —se disculpó—. Este dolor de cabeza me están matando.
Gustavo miró su reloj de pulsera.
—Son las seis y media —dijo a continuación—. Llegaste de Madrid a eso de las seis y se te ocurrió pasarte por aquí para enseñarle a papá la escuadradora que te mandó comprar para la carpintería. Pensaste que estaría despierto. Todo el mundo sabe que se levanta temprano. Lo encontraste muerto en la cama y me llamaste al instante. ¿Te parece bien?
—Sabes que es lo mejor, Gustavo.
—¿Lo mejor para quién?
Abel abrió la boca para contestar, pero su hermano le atajó rápidamente:
—Ya que tengo que dar testimonio falso y mentir en un documento público, te voy a pedir que, al menos, me digas la verdad en una cosa.
—¿El qué?
—¿A qué hora le dio el infarto?
—No sé… Ya te he dicho que ocurrió cerca de Tomelloso… Serían las cuatro y media de la mañana. No estoy seguro. Traté de conducir todo lo rápido que pude, pero con los nervios, me equivoqué de carretera.
—Las cuatro y media. Hace dos horas, entonces.
—Eso es.
Gustavo dirigió la vista hacia el suelo del garaje y dijo:
—Mira, Abel… Tengo un pequeño problema.
—No me vas a decir que dos horas te suponen un problema de conciencia.
—No se trata de eso —y levantó la mirada—. Verás, es que dentro de todo este barullo que me has contado, hay algo que no entiendo. Tal vez tú puedas explicármelo. ¿Cómo es posible que nuestro padre tenga ya el rigor mortis si ha muerto hace sólo dos horas?
Aún estaban encendidos los faros de la camioneta. De tanto en cuando, los haces de luz gemelos parpadeaban por falta de batería. Sólo ellos arrojaban una cierta penumbra en la total oscuridad del garaje.
—Ni siquiera he tenido que tomarle el pulso. Basta con tocarle para ver que está como una piedra.
El faro izquierdo se apagó por completo y ya sólo hacía eco sobre la pared del garaje un único foco de luz.
—Gustavo, escucha —balbuceó Abel.
—Este cuerpo lleva muerto más de doce horas.
—Eran las cuatro de la tarde —dijo Abel—, estábamos en el hostal…
—Ahora estabais en un hostal.
—Déjame contarte lo que pasó. Estábamos en el hostal. En realidad no tardamos tanto en hacer la gestión de la sierra. Papá ya había cerrado la compra por teléfono unos días antes.
—Entonces, si se trataba únicamente de ir a recogerla, ¿por qué no pudiste ir tú sólo a Madrid?
—Ya te digo que papá insistió en acompañarme. Después de recoger la escuadradora volvimos al hostal para echarnos la siesta. Hostal Nuria, calle Fuencarral, por si quieres más señas. Serían las cuatro de la tarde. Habíamos tomado unas cervezas después de comer y a papá le entró sueño. Fue algo inesperado. No puedo explicarme muy bien cómo ocurrió. Papá se sentó en la cama, con la cabeza apoyada en el cabecero, y entonces, me miró a la cara y se echó a reír. Lo primero que pensé es que se estaba riendo de mí, o que tal vez se había acordado de algún chiste, vete tú a saber. Es extraño. Ya sabes lo raro que era ver a papá sonriendo. En eso era igual que tú, Gustavo. Siempre la misma cara seria. El caso es que papá se cayó de espaldas contra el cabecero, yo pensé que a fuerza de reír. Pero lo que pasó, en realidad, es que había muerto. Así, sin más.
—¿Por qué no llamaste a una ambulancia?
—Cuando vi que no tenía pulso, descolgué el teléfono; pero entonces me puse a pensar: ¿de qué va a servir la ambulancia si papá ya está muerto? Le llevarán al hospital para certificar su muerte y, una vez allí, los trámites de la funeraria… ¿Tú sabes lo que cuesta trasladar un cuerpo desde Madrid en coche fúnebre?
—¿Por qué me has mentido?
—Porque me daba vergüenza, Gustavo —Abel hizo una pausa—. Estoy arruinado. Papá y yo. Los dos lo estamos. Nuestros últimos ahorros nos los hemos dejado en esa sierra. El taller está prácticamente en bancarrota por culpa de esas tiendas de muebles baratos que han empezado a abrir en las afueras de Ciudad Real. Papá pensó que con una de las nuevas escuadradoras podríamos ahorrar tiempo y rebajar un poco los precios para poder competir. Pero ahora…
—Yo podría haber pagado el funeral y los costes del traslado. Sólo tenías que pedírmelo.
—¿Y quedar como un imbécil dándote un buen argumento para echármelo en cara durante el resto de mi vida?
—Creo que tal y como han salido las cosas, ahora sí que has quedado como un imbécil.
—Tú no sabes lo que es estar totalmente desesperado. Sin dinero. Sin medio para ganarte la vida….
—¿Por qué te crees que participaba en todas esas manifestaciones?
—¿De qué te sirve tanta libertad de expresión ahora, si lo único que haces con ella es presumir de tus ideas políticas delante de quien te quiera escuchar, sin tener la menor idea de lo que es estar hundido en la pobreza como la gente que dices defender?
—¿Piensas que eres el único que lo ha pasado mal? Yo me tuve que ganar la vida como pude cuando estaba en Madrid.
—Claro, ahora que tienes tu puesto de médico en el pueblo y no te falta de nada, puedes enorgullecerte si quieres de lo pobre que fuiste. Yo tengo dos hijos y la Mari está preñada otra vez. No voy a permitir que oigan en la escuela que su padre no les puede poner el pan en la mesa. Tú no sabes lo que es eso. Nunca lo sabrás.
El faro izquierdo de la camioneta Sava se volvió a encender. De nuevo, dos círculos de luz manchaban la pared del fondo.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Gustavo—. Era la hora la siesta. Pagas el hostal como si nada y metes a papá en la camioneta.
—En realidad esperé a que oscureciera. No fue fácil salir con él del hostal. Aparqué la camioneta en la puerta y, a eso de las ocho, aprovechando que el recepcionista se había ausentado un momento, lo saqué a la calle rodeándole la espalda con el brazo por si alguien nos veía. Afuera estaba lleno de gente, así que tuve que sentarlo en el asiento del copiloto. Debieron pensar que estaba borracho.
—Os vieron.
—Vieron a un hombre intentado ayudar a un amigo borracho. Nadie nos conoce en Madrid.
—Pero en el hostal tenían vuestro nombre.
—Ya te he dicho que el recepcionista no nos vio salir. Además, si alguien hubiera dado parte, con lo que me costó llegar hasta aquí, nos habrían detenido por el camino.
—¿Cómo estás tan seguro de que no dieron parte?
—Bueno, al salir de Tomelloso tomé una carretera equivocada y cuando quise darme cuenta estábamos en Carrizosa. Di la vuelta por un camino rural y… me encontré con un coche de la guardia civil.
Gustavo se llevó una mano a la cabeza y cerró los ojos.
—Gustavo, te lo juro, no pasó nada. Nos pararon porque les pareció extraño ver a alguien por ese camino tan de madrugada. Sólo estaban de patrulla, no estaban buscando a nadie. Les expliqué que papá había bebido demasiado y que se había quedado dormido.
—¿A qué cuartel pertenecía la pareja?
—Al de Villanueva de los Infantes, creo.
—Y ahora querrás hacerme creer que siendo de Villanueva no reconocieron al alcalde y al teniente de alcalde de Herguijuela de los Llanos, borrachos, de madrugada, conduciendo una camioneta en medio de la nada.
—Yo no estaba borracho. Eso quedó claro. Me hicieron la prueba.
—Abel, sinceramente, dame una razón para ayudarte.
—Te juro que no sospecharon nada. Claro que nos reconocieron, pero eso prueba que no sabían nada. Nos dejaron ir, sin más.
—Tú y yo fuimos al mismo colegio. Tuvimos las mismas oportunidades. Papá nos dio los mismos palos. ¿Cómo pudo ser que uno de los dos acabara saliendo tan idiota?
—Estoy en tus manos, Gustavo.
—Dame una razón para ayudarte.
—Dentro de una semana hay pleno extraordinario en el ayuntamiento. Ahora que papá… me convierto yo en alcalde en funciones. Si se le da a alguien motivos para dudar sobre la muerte de papá… —balbuceó Abel— Estoy acabado, Gustavo. Acabado.
—Bastante poco me importa lo que pueda pasarte.
—El futuro de mis hijos depende de ti.
—Empiezas a repetirte, ese argumento ya lo has utilizado hace un rato.
—Soy tu hermano, Gustavo. ¿Qué he hecho para que actúes así conmigo?
—Di más bien qué no hiciste. Tú sabías perfectamente cómo era yo. Fuiste la primera persona a la que se lo conté. Cuando éramos jóvenes confiaba en ti. Nos escondíamos juntos cuando papá se enfadaba. Mentíamos sobre lo que hacía el otro para que papá no lo supiera. Éramos tú y yo, Abel. Tú y yo. Hasta que papá me partió la rodilla. ¿Qué pasó contigo, Abel? ¿Por qué dejaste de ayudarme después de aquello?
—Estoy en tus manos.
—Te diré lo que pasó contigo. Te diste cuenta de que, pasara lo que pasara, nunca podrías hacer, a los ojos de papá, nada peor que lo que yo había hecho. Eras el hombre. El hijo favorito. Y no tenías que mover ni un solo dedo para convencerle de eso. Sólo mirar hacia otro lado. Y quizá seguir mintiendo un poco. No ya por mi, como cuando éramos pequeños, sino sólo para salvar tu pellejo. Ahora, Abel, dame una razón para arriesgar mi carrera por ti.
—No sabía que me odiaras más que a papá.
—Le odio mucho más de lo que nunca podrás imaginarte. Pero tú eras mi hermano.
—Papá me iba a dejar esta casa cuando muriese. Es tuya, Gustavo. Es lo único que tengo. Lo único que puedo darte.
—Me tendrás que dar mucho más que eso. Tengo tanto derecho como tú a la mitad de esta casa.
—Estoy arruinado, Gustavo.
—No quiero dinero. Me conformaré solo con mi mitad de la casa. Pero quiero que me des algo más. Quiero que me digas la verdad.
—Te lo juro, Gustavo. Ha ocurrido como dije. Papá murió en el hostal de un ataque al corazón.
—No me refiero a eso. Me da igual como muriera papá. Quiero que me digas la verdad sobre ti, como cuando éramos pequeños. Quiero que me hagas una confesión. Quiero que me digas en qué te has convertido y quiero que me digas lo que fuiste.
—¿Qué?
—Quiero que me digas que te has convertido en un fascista, como nuestro padre.
—Gustavo…
—Dilo. Si tengo que mentir por ti una vez más, quiero que me digas que te has convertido en un fascista, como nuestro padre. Tan sólo te pido la verdad. Dila.
—“Me he convertido en un fascista, como nuestro padre”.
—Y ahora quiero que me digas lo que fuiste. Lo que eres, lo que siempre serás. A pesar de tus dos hijos y de tu mujer embarazada.
—¿Qué más quieres que diga? Haré lo que quieras, por amor de Dios.
—Di que siempre has sido un maricón, como yo.
—¿Por qué quieres que diga eso?
—Porque quiero oír la verdad.
Abel apartó la mirada y, al cabo de unos segundos, afirmó:
—Siempre he sido un maricón, igual que tú.
Gustavo asintió satisfecho.
—¿Y ahora, qué? —dijo Abel.
—No puedes darme esta casa. Sabes mejor que yo que si firmo ahora el parte de defunción y respaldo tu historia, luego no podré echarme atrás. No tienes modo de asegurarme tu palabra.
—Te juro por la tumba de nuestra madre que…
—Además, la casa ya es mía. Papá la puso a mi nombre antes de que yo aceptara el puesto de médico en Herguijuela. Esa fue mi condición. Él sabía que iba a morir, Abel; y me quería a su lado. Quería que el hijo pródigo viniera a examinarle el corazón y a tomarse el café con él cada viernes. Me dio todo lo que tenía, Abel. ¿Por qué crees que decidí volver a este pueblo de mierda? ¿Para castrar mi carrera?
—¿Papá te dio la casa? ¿Consintió en eso?
—Consintió en mucho más que eso. La vejez hace que uno se arrepìenta de muchas cosas. Es verdad que le quedaba un hijo, pero no podía esperar mucho de ti. Una fría relación laboral. A lo sumo, una mano cómplice en la gestión del ayuntamiento. Después de tantos años juntos, te había hecho demasiado daño como para esperar otra cosa. Así que recurrió a mí para calmar su conciencia. Me lo contó todo. Todo lo que habéis estado haciendo en el ayuntamiento durante estos últimos dos años.
—¿Qué es lo que sabes?
—Sé que no tienes una perra. No porque estés arruinado, sino porque has empleado todos tus ahorros en comprar los terrenos de los Mínguez y los de Arturo Caravaca. Sé que la semana que viene el ayuntamiento va a decidir la recalificación de una buena zona de Herguijuela, donde se encuentran esos terrenos. No habrá ningún obstáculo porque el resto de concejales está también en el ajo. Aunque, eso sí, nadie quiere escándalos. Todo ha de hacerse sin mucho alboroto. Y luego, a construir unos bonitos adosados. Sólo queda un cabo suelto. Hay que asegurarse de que la RENFE construya en Herguijuela de los Llanos una de las nueva estaciones de la vía entre Ciudad Real y Córdoba. Justo al lado de los terrenos que has comprado. Pero de eso ya te has encargado tú, ¿verdad? Ese era el otro asunto del que te tenías que ocupar en Madrid, aprovechando el viaje para comprar la sierra escuadradora. Una visita al Ministerio de Obras Públicas. Un sobre cerrado encima del escritorio de cierto despacho, y listo. La UCD no va a ganar las elecciones este año y en el Ministerio están deseando sacar tajada antes de que sea demasiado tarde. ¿Me equivoco?
—Lo del sobre ya lo hice hace un mes.
—Entonces eres un hijo mucho más diligente de lo que creía papá. Él pensaba que todavía te quedaba ese cabo por atar.
—¿Qué quieres de mi?
—Te voy a ofrecer un trato justo. Te voy a dar la mitad de esta casa y, a cambio, me vas a dar la mitad de lo tuyo. Cuando acabemos aquí, vamos a ir de visita al notario a Ciudad Real y me vas a vender dos de los cuatro terrenos que has comprado. Para que veas que no quiero aprovecharme de ti, te pagaré exactamente lo que te costaron. Después, volveré aquí yo solo para hacer mi visita de sobremesa del viernes y me encontraré con papá. Estará en su cama, durmiendo plácidamente. Certificaré que la muerte tuvo lugar por la mañana. Tú lo has dicho: a nadie le importarán unas horas más o menos.
—¿Por qué haces esto? ¿Por venganza?
—Lo hago porque quiero que seas de nuevo mi hermano, Abel —dijo Gustavo—. Que lo compartamos todo. Como cuando éramos pequeños, cuando tú mentías por mí y yo por ti.
—Y por hacer un buen negocio, supongo.
—Hay que pensar en el futuro.
Abel torció la boca en un simulacro de sonrisa.
—Vaya con los principios… —dijo luego.
—Los tiempos cambian —Gustavo se encogió de hombros a modo de explicación.
—Y que lo digas. ¿Te acuerdas cuando a papá le daba uno de sus ataques de furia y solíamos venir a escondernos aquí? Nos quedábamos callados, a oscuras, esperando que se le pasara para volver a casa.
—También era aquí donde tú te encontrabas con el Quini cuando papá salía de viaje de negocios —dijo Gustavo.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Papá me lo contó. No era tonto. Él siempre lo supo. Por supuesto, se enteró mucho después de que yo me fuera de casa…
—¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no me…?
—No me digas ahora que tienes remordimientos.
—No, es sólo que… hay tantas cosas de él que no sabíamos. Nunca pensé que fuera capaz de llegar tan lejos para recuperar a sus hijos.
—Él siempre fue un misterio.
—De niño me preguntaba por qué construyó el garaje en la parte trasera de la casa.
—Porque así era como él hacía las cosas. A escondidas.
—Supongo que, después de todo, nos parecemos demasiado a él.
Sentado en la camionera, el cadáver del padre les miraba con la cabeza ladeada y las rodillas encogidas. Las piernas, rígidas, se habían quedado encajadas bajo el salpicadero.
—Tengo miedo —dijo Abel.
Gustavo recogió el martillo del suelo y se lo entregó a su hermano.
—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó Abel.
—Es un poco difícil meter a una persona sentada en un ataúd.
Abel miró a su hermano a los ojos y supo que jamás le había comprendido como le comprendía ahora.
—¿No prefieres hacerlo tú? —dijo luego.
—Vamos a compartir también esto, como compartimos al Quini —respondió Gustavo—. Además, es el momento de que empieces a ganarte tú solito el pan para alimentar a tus hijos.
Los primeros rayos de la mañana comenzaron a filtrarse por la abertura del cierre metálico del garaje. Abel sopesó el martillo.
—Hazlo ya —le dijo Gustavo—. Nos queda todavía mucho por delante. Y esos chalés adosados no se van a construir solos. Apunta bien. A la rótula. A las dos.
—Tengo miedo.
—No te preocupes —dijo Gustavo—. Ya no volveré a faltar de tu lado.
—Es justo eso lo que más miedo me da.
El nuevo día entró en el garaje y Abel vio el rostro de su hermano iluminado por la luz del amanecer. Estaba sonriendo. Luego, se echó a reír. Abel reconoció en su rostro la carcajada que le había dirigido su padre antes de morir y aquellos ojos que le miraban de la misma manera. Sí, iba a ser un día muy largo: el más largo de su vida. —Me duele mucho la cabeza —dijo Abel.
Luego, fue caminando hacia su padre con el martillo en la mano y comprendió que el pasado, por fin, le había alcanzado.