El salón estaba a oscuras. Gustavo se quedó en la entrada, con el maletín en la mano, bajo el arco del minúsculo recibidor. Al otro lado del salón, una silueta negra ocupaba el sillón de papá. El sillón donde ninguna otra persona podía sentarse cuando eran pequeños. Aun sin dar tiempo a sus ojos para que compensaran la falta de luz, Gustavo supo que la sombra chinesca del sillón pertenecía a su hermano.
—Pasa, Gustavo. Estoy aquí —dijo la sombra.
—Voy a dar la luz.
—No, por favor. Me duele mucho la cabeza.
Gustavo apretó el interruptor de la pared. Al encenderse la lámpara del salón, su hermano apretó los ojos con fuerza y se los cubrió con la mano.
—¿Me has hecho venir por un dolor de cabeza? —dijo Gustavo.
—Anda —respondió su hermano todavía con la mano sobre los ojos—, sé bueno y dame una aspirina. No hay una en toda la casa.
Gustavo avanzó hacia el sillón y se detuvo delante de él. Dejó el maletín encima de la mesa de roble, sin molestarse en abrirlo.
—¿Está papá despierto? —dijo luego.
—No. Acabo de llegar.
—¿Te has pasado toda la noche conduciendo esa camioneta destartalada y lo primero que se te ocurre es pasar por aquí para enseñarle a papá la nueva escuadradora?
—Vamos, dame una aspirina —repitió mientras alargaba el brazo hacia el maletín.
Gustavo le agarró de la muñeca y le inmovilizó el brazo contra la mesa. Luego, extrajo del interior de su maletín un tubo de plástico y, con un golpe seco, lo puso de pie sobre la superficie de madera pulida.
—Atibórrate de ellas si quieres, pedazo de imbécil —dijo a continuación—. Creí que habías tenido un accidente.
—No te he despertado a las seis de la mañana sólo por un dolor de cabeza —respondió su hermano mientras sacaba una aspirina del tubo.
—Abel, ¿me vas a decir de una vez qué es lo que ocurre?
—¿Has sentido alguna vez como si todo lo que has sido en tu vida… como si todo lo que has levantado con tus manos estuviera a punto de desmoronarse?
—Pídeme todas las aspirinas que te venga en gana, pero si quieres contarle tus problemas a alguien, te doy el número de un colega en Ciudad Real. Lo mío es la medicina general, no la psiquiatría. Bastante tengo ya con ser tu hermano.
—No seas sarcástico. Hacía mucho que no venía a esta casa. Será que me he puesto nostálgico. “Por mucho que uno intente huir del pasado…”
—“…el pasado acaba siempre alcanzándote”.
—El dicho favorito de papá. Lo que no sabía era que papá también tenía esa vena nostálgica.
—¿A qué te refieres?
—A todo eso que tiene ahí en su despacho —dijo señalando hacia un bargueño arrinconado en una esquina del salón.
Encima del mueble escritorio colgaban de la pared una foto antigua de un taller de carpintería, una pequeña vitrina con el armazón de madera labrado a mano y un enorme título universitario en un marco dorado.
Abel se encogió de hombros y continuó:
—Ningún recuerdo mío en el rincón de su memoria.
—Dijo que le hacía ilusión poner ahí mi título —le explicó Gustavo—. No tengo idea por qué. Él me lo pidió y yo se lo di.
—No hace falta que me des explicaciones. ¿Qué es eso que hay dentro de la vitrina?
—¿El martillo?
Abel se levantó del sillón y caminó hacia el “despacho”. Levantó el cristal de la vitrina y sacó el objeto en cuestión.
—Claro, el famoso martillo —dijo luego, examinándolo—. Ya casi lo había olvidado.
—Yo no. Pero, claro, a ti nunca te dio con él.
—Ahora me acuerdo —con el martillo en alto, Abel frunció el labio superior y comenzó a farfullar con voz grave y arrastrando las vocales—: “El pan con que te alimento me lo he ganado con este martillo. Con este martillo levanté la casa donde vives. Así que mientras sigas aquí, te voy a decir con este martillo lo que está bien y lo que está mal”.
—Me partió la rótula. Tenía diecisiete años.
—¿Qué esperabas? La del señor Antonio te vio en Ciudad Real besándote con el Quini.
Gustavo le miró a los ojos. Después, miró el martillo. Volvió a mirar a Abel y, sin decir palabra, cerró la hebilla del maletín, se dio media vuelta y se fue caminando hacia la puerta. Abel dio un golpe seco en la mesa de roble con el martillo.
—¿Qué te has creído? —dijo Abel con la herramienta en la mano— ¿Que a mí no me zurraba? Cada vez que salía de borrachera con la pandilla y llegaba tarde a casa, me partía la cara a manotazos. Pero al contrario que tú, no hice un mundo de ello. Al menos, a ti no volvió a ponerte la mano encima desde aquello. Yo he tenido que sufrirle todos estos años. Como padre y como jefe, en la carpintería y en el ayuntamiento. En cambio tú, regresas al pueblo hace cinco meses, con tu titulito y tu consulta, nos restriegas a todos tu éxito por la cara y ahí lo tienes, ¡metido en el bolsillo! Padre e hijo tomando juntos el cafelito cada viernes.
—Si sigo viendo a mi padre es porque es mi paciente. Vengo a verle cada viernes para su revisión semanal y ahí acaba nuestra relación.
—¿Seguro? Pues por lo que él cuenta en el taller parece como si fuerais uña y carne.
—Y ¿qué me dices de ti? ¿Has vuelto a ver al Quini?
De repente, Abel se quedó callado. Después de un prolongado silencio recuperó la calma.
—Si quieres que sigamos discutiendo —prosiguió Gustavo—, vamos a hacerlo a algún sitio donde no podamos despertar a papá.
—Por mucho que gritemos, dudo que vayamos a despertarle —dijo Abel.
—¿Ocurre algo? Dímelo.
—No te enfades conmigo, Gustavo. Oye, mira: te dije por teléfono que estaba aquí y que me encontraba mal porque no quería preocuparte. Pero…
—Pero.
—No soy yo. Es papá.
Sin decir palabra, Gustavo empezó a caminar en dirección al pasillo que penetraba en el interior de la casa. Al llegar al centro del salón, su hermano le impidió el paso.
—Quítate de en medio —le exigió el médico.
—No está en su habitación.
—¿Dónde entonces?
—En el garaje.
—¿Le has sacado de la cama a estas horas para que vea la escuadradora que has traído de Madrid? ¿No decías que estaba dormido?
—Está dentro de la camioneta.
—(…)
—Todavía está sentado dentro de la camioneta. No ha salido de ahí en toda la noche —dijo Abel al cabo de un rato.
—Pero qué hijo de puta eres.
—La misma que te parió a ti. Para el carro, Gustavo… se empeñó él mismo en ir conmigo a Madrid.
—¿Y tú te lo llevas así sin más? ¿Sin decirme nada?
—¿Cómo iba yo a saber que estaba tan mal del corazón? Joder, ¿de quién es la culpa? Deberías habérmelo advertido. Tú eres su médico. Él no me contaba nada.
—¿Qué le ha pasado? ¿Está bien, Abel?
—Está muerto. Así es como está.
Gustavo miró el martillo que colgaba todavía de la mano de Abel. Después, miró a su hermano. Volvió a mirar el martillo.
—Le dio un infarto mientras yo conducía —explicó Abel—. Fue muy rápido. Ni se enteró.
—¿Por qué no paraste?
—Estaba muerto.
—¿Dónde ocurrió?
—A la altura de Tomelloso.
—¿Por qué no diste la vuelta para llevarlo a Ciudad Real? Podían haberle reanimado en el hospital.
—Estaba ya muerto, Gustavo.
—¿Cómo lo sabes?
—Le tomé el pulso.
Gustavo suspiró.
—Vamos —dijo luego.
Y ambos hermanos salieron juntos por la puerta principal de la casa.
—Ya sabes cómo es papá —explicó Abel mientras daban la vuelta al edificio por el jardín—. No quería pagar un hostal. Pasamos el día en Madrid. Cerramos la compra de la sierra escuadradora por la tarde, pero luego tuvimos que ocuparnos de otro asunto. Terminamos a las once de la noche y papá se empeñó en emprender la vuelta. Que él sólo dormía en su cama. Yo insistí en pasar la noche en Madrid, pero él en sus trece.
—Date prisa.
La hierba del jardín crecía de manera poco uniforme y hasta los rincones más frondosos estaban agujereados por calvas. Una hilera de arizónicas sin podar rodeaba la finca, haciendo que el interior resultara invisible desde fuera.
—No parecía cansado —prosiguió Abel—, así que al final le dije que bueno. Que nos volvíamos ya si él quería. Que podía dormir en el coche. Te juro que no lo vi cansado. Incluso se mostró animado durante el trayecto. Hasta que, de repente… Mira, Gustavo, le podía haber pasado en cualquier sitio. Por ejemplo, aquí, en su casa. Durmiendo en su cama…
La puerta del garaje estaba en la parte trasera del edificio. A los pies del cierre metálico se interrumpía el trazado de unas huellas de camioneta que daban la vuelta a la finca. Gustavo corrió el cierre sin ayuda.
—¿Papá?
La voz de Gustavo resonó en el garaje.
—Espera, Gustavo. Deja que abra yo la puerta de la camioneta. Está demasiado oscuro.
Abel abrió con cuidado la portezuela del copiloto. Por el resquicio asomó una mano nervuda todavía sujeta a la puerta. Un tirón, y la mano se soltó de la agarradera. Ahora, le colgaba del costado.
—Mírale la cara —dijo Abel—. Con lo mala bestia que era y lo tranquilo que parece ahora.
—Si no te callas no voy a poder tomarle el pulso —dijo Gustavo, cogiendo la muñeca de su padre.
—Ya te lo he dicho…
—No hace falta —apenas pasaron unos segundos le soltó la mano—. Está muerto.
Abel le dio la espalda y avanzó hasta el fondo del garaje. Luego, se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Dejó el martillo a su lado y se abrazó las rodillas como un niño pequeño.
—¿Y ahora, qué? —dijo después de un breve silencio.
—Ahora nada. Está muerto.
—Lo que quiero decir es qué vamos a hacer.
—(…)
—¿Qué vamos a hacer? —insistió Abel.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo su hermano—. Vamos a hacer lo que todo el mundo hace cuando se le muere un padre. Se le coge, se le mete en una caja de pino y se le pone bajo tierra. Eso es lo que vamos a hacer. Hasta puede que venga algún vecino al entierro para despedirse de su alcalde.
—Me refiero a qué vas a hacer tú.
—Ya me figuraba. ¿Alguna vez te ha importado algo que no fuese tu propio pellejo?
—Piénsalo, Gustavo. Si el corazón se le hubiera parado dos horas después, le habría cogido en la cama. Tan tranquilo. A nadie le hubiera importado. Al fin y al cabo estaba mal del corazón. En un momento u otro tenía que ocurrir. “Y con esa cara de angelico que se le ha puesto”, habrían dicho; “y en la cama, como a él le hubiera gustado…” Piénsalo. ¿Qué son dos horas más o menos?
—¿Quieres rellenar tú mismo el parte de defunción? —contestó Gustavo.
Abel se puso en pie.
—¿Por qué no te ahorras el cinismo? —dijo, acercándose a su hermano—. Venga, suéltame el sermón de siempre… Y no te olvides de recordarme tus elevados principios morales. Pero tampoco te olvides de que mientras yo malgastaba mi juventud trabajando con papá en la carpintería, tú y tus principios os lo estabais pasando en grande en Madrid durante el tiempo que estuviste estudiando allí la carrera. Poniéndole el culo a tus amiguitos rojos en las manifestaciones universitarias. Aunque, eso sí, cuando venían los grises y te metían en el trullo, no le hacías ascos a que papá moviera sus influencias para sacarte de allí.
—No voy a discutir contigo, Abel. Sólo quiero que me digas qué es lo que tengo que poner en el parte.
Abel cerró los ojos por un momento y, al abrirlos de nuevo, le puso a Gustavo la mano en el hombro.
—Perdóname —se disculpó—. Este dolor de cabeza me están matando.
Gustavo miró su reloj de pulsera.
—Son las seis y media —dijo a continuación—. Llegaste de Madrid a eso de las seis y se te ocurrió pasarte por aquí para enseñarle a papá la escuadradora que te mandó comprar para la carpintería. Pensaste que estaría despierto. Todo el mundo sabe que se levanta temprano. Lo encontraste muerto en la cama y me llamaste al instante. ¿Te parece bien?
—Sabes que es lo mejor, Gustavo.
—¿Lo mejor para quién?
Abel abrió la boca para contestar, pero su hermano le atajó rápidamente:
—Ya que tengo que dar testimonio falso y mentir en un documento público, te voy a pedir que, al menos, me digas la verdad en una cosa.
—¿El qué?
—¿A qué hora le dio el infarto?
—No sé… Ya te he dicho que ocurrió cerca de Tomelloso… Serían las cuatro y media de la mañana. No estoy seguro. Traté de conducir todo lo rápido que pude, pero con los nervios, me equivoqué de carretera.
—Las cuatro y media. Hace dos horas, entonces.
—Eso es.
Gustavo dirigió la vista hacia el suelo del garaje y dijo:
—Mira, Abel… Tengo un pequeño problema.
—No me vas a decir que dos horas te suponen un problema de conciencia.
—No se trata de eso —y levantó la mirada—. Verás, es que dentro de todo este barullo que me has contado, hay algo que no entiendo. Tal vez tú puedas explicármelo. ¿Cómo es posible que nuestro padre tenga ya el rigor mortis si ha muerto hace sólo dos horas?
Aún estaban encendidos los faros de la camioneta. De tanto en cuando, los haces de luz gemelos parpadeaban por falta de batería. Sólo ellos arrojaban una cierta penumbra en la total oscuridad del garaje.
—Ni siquiera he tenido que tomarle el pulso. Basta con tocarle para ver que está como una piedra.
El faro izquierdo se apagó por completo y ya sólo hacía eco sobre la pared del garaje un único foco de luz.
—Gustavo, escucha —balbuceó Abel.
—Este cuerpo lleva muerto más de doce horas.
—Eran las cuatro de la tarde —dijo Abel—, estábamos en el hostal…
—Ahora estabais en un hostal.
—Déjame contarte lo que pasó. Estábamos en el hostal. En realidad no tardamos tanto en hacer la gestión de la sierra. Papá ya había cerrado la compra por teléfono unos días antes.
—Entonces, si se trataba únicamente de ir a recogerla, ¿por qué no pudiste ir tú sólo a Madrid?
—Ya te digo que papá insistió en acompañarme. Después de recoger la escuadradora volvimos al hostal para echarnos la siesta. Hostal Nuria, calle Fuencarral, por si quieres más señas. Serían las cuatro de la tarde. Habíamos tomado unas cervezas después de comer y a papá le entró sueño. Fue algo inesperado. No puedo explicarme muy bien cómo ocurrió. Papá se sentó en la cama, con la cabeza apoyada en el cabecero, y entonces, me miró a la cara y se echó a reír. Lo primero que pensé es que se estaba riendo de mí, o que tal vez se había acordado de algún chiste, vete tú a saber. Es extraño. Ya sabes lo raro que era ver a papá sonriendo. En eso era igual que tú, Gustavo. Siempre la misma cara seria. El caso es que papá se cayó de espaldas contra el cabecero, yo pensé que a fuerza de reír. Pero lo que pasó, en realidad, es que había muerto. Así, sin más.
—¿Por qué no llamaste a una ambulancia?
—Cuando vi que no tenía pulso, descolgué el teléfono; pero entonces me puse a pensar: ¿de qué va a servir la ambulancia si papá ya está muerto? Le llevarán al hospital para certificar su muerte y, una vez allí, los trámites de la funeraria… ¿Tú sabes lo que cuesta trasladar un cuerpo desde Madrid en coche fúnebre?
—¿Por qué me has mentido?
—Porque me daba vergüenza, Gustavo —Abel hizo una pausa—. Estoy arruinado. Papá y yo. Los dos lo estamos. Nuestros últimos ahorros nos los hemos dejado en esa sierra. El taller está prácticamente en bancarrota por culpa de esas tiendas de muebles baratos que han empezado a abrir en las afueras de Ciudad Real. Papá pensó que con una de las nuevas escuadradoras podríamos ahorrar tiempo y rebajar un poco los precios para poder competir. Pero ahora…
—Yo podría haber pagado el funeral y los costes del traslado. Sólo tenías que pedírmelo.
—¿Y quedar como un imbécil dándote un buen argumento para echármelo en cara durante el resto de mi vida?
—Creo que tal y como han salido las cosas, ahora sí que has quedado como un imbécil.
—Tú no sabes lo que es estar totalmente desesperado. Sin dinero. Sin medio para ganarte la vida….
—¿Por qué te crees que participaba en todas esas manifestaciones?
—¿De qué te sirve tanta libertad de expresión ahora, si lo único que haces con ella es presumir de tus ideas políticas delante de quien te quiera escuchar, sin tener la menor idea de lo que es estar hundido en la pobreza como la gente que dices defender?
—¿Piensas que eres el único que lo ha pasado mal? Yo me tuve que ganar la vida como pude cuando estaba en Madrid.
—Claro, ahora que tienes tu puesto de médico en el pueblo y no te falta de nada, puedes enorgullecerte si quieres de lo pobre que fuiste. Yo tengo dos hijos y la Mari está preñada otra vez. No voy a permitir que oigan en la escuela que su padre no les puede poner el pan en la mesa. Tú no sabes lo que es eso. Nunca lo sabrás.
El faro izquierdo de la camioneta Sava se volvió a encender. De nuevo, dos círculos de luz manchaban la pared del fondo.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Gustavo—. Era la hora la siesta. Pagas el hostal como si nada y metes a papá en la camioneta.
—En realidad esperé a que oscureciera. No fue fácil salir con él del hostal. Aparqué la camioneta en la puerta y, a eso de las ocho, aprovechando que el recepcionista se había ausentado un momento, lo saqué a la calle rodeándole la espalda con el brazo por si alguien nos veía. Afuera estaba lleno de gente, así que tuve que sentarlo en el asiento del copiloto. Debieron pensar que estaba borracho.
—Os vieron.
—Vieron a un hombre intentado ayudar a un amigo borracho. Nadie nos conoce en Madrid.
—Pero en el hostal tenían vuestro nombre.
—Ya te he dicho que el recepcionista no nos vio salir. Además, si alguien hubiera dado parte, con lo que me costó llegar hasta aquí, nos habrían detenido por el camino.
—¿Cómo estás tan seguro de que no dieron parte?
—Bueno, al salir de Tomelloso tomé una carretera equivocada y cuando quise darme cuenta estábamos en Carrizosa. Di la vuelta por un camino rural y… me encontré con un coche de la guardia civil.
Gustavo se llevó una mano a la cabeza y cerró los ojos.
—Gustavo, te lo juro, no pasó nada. Nos pararon porque les pareció extraño ver a alguien por ese camino tan de madrugada. Sólo estaban de patrulla, no estaban buscando a nadie. Les expliqué que papá había bebido demasiado y que se había quedado dormido.
—¿A qué cuartel pertenecía la pareja?
—Al de Villanueva de los Infantes, creo.
—Y ahora querrás hacerme creer que siendo de Villanueva no reconocieron al alcalde y al teniente de alcalde de Herguijuela de los Llanos, borrachos, de madrugada, conduciendo una camioneta en medio de la nada.
—Yo no estaba borracho. Eso quedó claro. Me hicieron la prueba.
—Abel, sinceramente, dame una razón para ayudarte.
—Te juro que no sospecharon nada. Claro que nos reconocieron, pero eso prueba que no sabían nada. Nos dejaron ir, sin más.
—Tú y yo fuimos al mismo colegio. Tuvimos las mismas oportunidades. Papá nos dio los mismos palos. ¿Cómo pudo ser que uno de los dos acabara saliendo tan idiota?
—Estoy en tus manos, Gustavo.
—Dame una razón para ayudarte.
—Dentro de una semana hay pleno extraordinario en el ayuntamiento. Ahora que papá… me convierto yo en alcalde en funciones. Si se le da a alguien motivos para dudar sobre la muerte de papá… —balbuceó Abel— Estoy acabado, Gustavo. Acabado.
—Bastante poco me importa lo que pueda pasarte.
—El futuro de mis hijos depende de ti.
—Empiezas a repetirte, ese argumento ya lo has utilizado hace un rato.
—Soy tu hermano, Gustavo. ¿Qué he hecho para que actúes así conmigo?
—Di más bien qué no hiciste. Tú sabías perfectamente cómo era yo. Fuiste la primera persona a la que se lo conté. Cuando éramos jóvenes confiaba en ti. Nos escondíamos juntos cuando papá se enfadaba. Mentíamos sobre lo que hacía el otro para que papá no lo supiera. Éramos tú y yo, Abel. Tú y yo. Hasta que papá me partió la rodilla. ¿Qué pasó contigo, Abel? ¿Por qué dejaste de ayudarme después de aquello?
—Estoy en tus manos.
—Te diré lo que pasó contigo. Te diste cuenta de que, pasara lo que pasara, nunca podrías hacer, a los ojos de papá, nada peor que lo que yo había hecho. Eras el hombre. El hijo favorito. Y no tenías que mover ni un solo dedo para convencerle de eso. Sólo mirar hacia otro lado. Y quizá seguir mintiendo un poco. No ya por mi, como cuando éramos pequeños, sino sólo para salvar tu pellejo. Ahora, Abel, dame una razón para arriesgar mi carrera por ti.
—No sabía que me odiaras más que a papá.
—Le odio mucho más de lo que nunca podrás imaginarte. Pero tú eras mi hermano.
—Papá me iba a dejar esta casa cuando muriese. Es tuya, Gustavo. Es lo único que tengo. Lo único que puedo darte.
—Me tendrás que dar mucho más que eso. Tengo tanto derecho como tú a la mitad de esta casa.
—Estoy arruinado, Gustavo.
—No quiero dinero. Me conformaré solo con mi mitad de la casa. Pero quiero que me des algo más. Quiero que me digas la verdad.
—Te lo juro, Gustavo. Ha ocurrido como dije. Papá murió en el hostal de un ataque al corazón.
—No me refiero a eso. Me da igual como muriera papá. Quiero que me digas la verdad sobre ti, como cuando éramos pequeños. Quiero que me hagas una confesión. Quiero que me digas en qué te has convertido y quiero que me digas lo que fuiste.
—¿Qué?
—Quiero que me digas que te has convertido en un fascista, como nuestro padre.
—Gustavo…
—Dilo. Si tengo que mentir por ti una vez más, quiero que me digas que te has convertido en un fascista, como nuestro padre. Tan sólo te pido la verdad. Dila.
—“Me he convertido en un fascista, como nuestro padre”.
—Y ahora quiero que me digas lo que fuiste. Lo que eres, lo que siempre serás. A pesar de tus dos hijos y de tu mujer embarazada.
—¿Qué más quieres que diga? Haré lo que quieras, por amor de Dios.
—Di que siempre has sido un maricón, como yo.
—¿Por qué quieres que diga eso?
—Porque quiero oír la verdad.
Abel apartó la mirada y, al cabo de unos segundos, afirmó:
—Siempre he sido un maricón, igual que tú.
Gustavo asintió satisfecho.
—¿Y ahora, qué? —dijo Abel.
—No puedes darme esta casa. Sabes mejor que yo que si firmo ahora el parte de defunción y respaldo tu historia, luego no podré echarme atrás. No tienes modo de asegurarme tu palabra.
—Te juro por la tumba de nuestra madre que…
—Además, la casa ya es mía. Papá la puso a mi nombre antes de que yo aceptara el puesto de médico en Herguijuela. Esa fue mi condición. Él sabía que iba a morir, Abel; y me quería a su lado. Quería que el hijo pródigo viniera a examinarle el corazón y a tomarse el café con él cada viernes. Me dio todo lo que tenía, Abel. ¿Por qué crees que decidí volver a este pueblo de mierda? ¿Para castrar mi carrera?
—¿Papá te dio la casa? ¿Consintió en eso?
—Consintió en mucho más que eso. La vejez hace que uno se arrepìenta de muchas cosas. Es verdad que le quedaba un hijo, pero no podía esperar mucho de ti. Una fría relación laboral. A lo sumo, una mano cómplice en la gestión del ayuntamiento. Después de tantos años juntos, te había hecho demasiado daño como para esperar otra cosa. Así que recurrió a mí para calmar su conciencia. Me lo contó todo. Todo lo que habéis estado haciendo en el ayuntamiento durante estos últimos dos años.
—¿Qué es lo que sabes?
—Sé que no tienes una perra. No porque estés arruinado, sino porque has empleado todos tus ahorros en comprar los terrenos de los Mínguez y los de Arturo Caravaca. Sé que la semana que viene el ayuntamiento va a decidir la recalificación de una buena zona de Herguijuela, donde se encuentran esos terrenos. No habrá ningún obstáculo porque el resto de concejales está también en el ajo. Aunque, eso sí, nadie quiere escándalos. Todo ha de hacerse sin mucho alboroto. Y luego, a construir unos bonitos adosados. Sólo queda un cabo suelto. Hay que asegurarse de que la RENFE construya en Herguijuela de los Llanos una de las nueva estaciones de la vía entre Ciudad Real y Córdoba. Justo al lado de los terrenos que has comprado. Pero de eso ya te has encargado tú, ¿verdad? Ese era el otro asunto del que te tenías que ocupar en Madrid, aprovechando el viaje para comprar la sierra escuadradora. Una visita al Ministerio de Obras Públicas. Un sobre cerrado encima del escritorio de cierto despacho, y listo. La UCD no va a ganar las elecciones este año y en el Ministerio están deseando sacar tajada antes de que sea demasiado tarde. ¿Me equivoco?
—Lo del sobre ya lo hice hace un mes.
—Entonces eres un hijo mucho más diligente de lo que creía papá. Él pensaba que todavía te quedaba ese cabo por atar.
—¿Qué quieres de mi?
—Te voy a ofrecer un trato justo. Te voy a dar la mitad de esta casa y, a cambio, me vas a dar la mitad de lo tuyo. Cuando acabemos aquí, vamos a ir de visita al notario a Ciudad Real y me vas a vender dos de los cuatro terrenos que has comprado. Para que veas que no quiero aprovecharme de ti, te pagaré exactamente lo que te costaron. Después, volveré aquí yo solo para hacer mi visita de sobremesa del viernes y me encontraré con papá. Estará en su cama, durmiendo plácidamente. Certificaré que la muerte tuvo lugar por la mañana. Tú lo has dicho: a nadie le importarán unas horas más o menos.
—¿Por qué haces esto? ¿Por venganza?
—Lo hago porque quiero que seas de nuevo mi hermano, Abel —dijo Gustavo—. Que lo compartamos todo. Como cuando éramos pequeños, cuando tú mentías por mí y yo por ti.
—Y por hacer un buen negocio, supongo.
—Hay que pensar en el futuro.
Abel torció la boca en un simulacro de sonrisa.
—Vaya con los principios… —dijo luego.
—Los tiempos cambian —Gustavo se encogió de hombros a modo de explicación.
—Y que lo digas. ¿Te acuerdas cuando a papá le daba uno de sus ataques de furia y solíamos venir a escondernos aquí? Nos quedábamos callados, a oscuras, esperando que se le pasara para volver a casa.
—También era aquí donde tú te encontrabas con el Quini cuando papá salía de viaje de negocios —dijo Gustavo.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Papá me lo contó. No era tonto. Él siempre lo supo. Por supuesto, se enteró mucho después de que yo me fuera de casa…
—¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no me…?
—No me digas ahora que tienes remordimientos.
—No, es sólo que… hay tantas cosas de él que no sabíamos. Nunca pensé que fuera capaz de llegar tan lejos para recuperar a sus hijos.
—Él siempre fue un misterio.
—De niño me preguntaba por qué construyó el garaje en la parte trasera de la casa.
—Porque así era como él hacía las cosas. A escondidas.
—Supongo que, después de todo, nos parecemos demasiado a él.
Sentado en la camionera, el cadáver del padre les miraba con la cabeza ladeada y las rodillas encogidas. Las piernas, rígidas, se habían quedado encajadas bajo el salpicadero.
—Tengo miedo —dijo Abel.
Gustavo recogió el martillo del suelo y se lo entregó a su hermano.
—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó Abel.
—Es un poco difícil meter a una persona sentada en un ataúd.
Abel miró a su hermano a los ojos y supo que jamás le había comprendido como le comprendía ahora.
—¿No prefieres hacerlo tú? —dijo luego.
—Vamos a compartir también esto, como compartimos al Quini —respondió Gustavo—. Además, es el momento de que empieces a ganarte tú solito el pan para alimentar a tus hijos.
Los primeros rayos de la mañana comenzaron a filtrarse por la abertura del cierre metálico del garaje. Abel sopesó el martillo.
—Hazlo ya —le dijo Gustavo—. Nos queda todavía mucho por delante. Y esos chalés adosados no se van a construir solos. Apunta bien. A la rótula. A las dos.
—Tengo miedo.
—No te preocupes —dijo Gustavo—. Ya no volveré a faltar de tu lado.
—Es justo eso lo que más miedo me da.
El nuevo día entró en el garaje y Abel vio el rostro de su hermano iluminado por la luz del amanecer. Estaba sonriendo. Luego, se echó a reír. Abel reconoció en su rostro la carcajada que le había dirigido su padre antes de morir y aquellos ojos que le miraban de la misma manera. Sí, iba a ser un día muy largo: el más largo de su vida. —Me duele mucho la cabeza —dijo Abel.
Luego, fue caminando hacia su padre con el martillo en la mano y comprendió que el pasado, por fin, le había alcanzado.
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