¿Son los Reservoir Dogs? No, sólo publicistas.
El tema de la entrada de hoy me lo sugirió un comentario lanzado por Jordi Costa hace unos días en el Facebook (hay que ver cómo se entera uno de lo que piensan las celebridades en esta era post-irónica de la cibernética). Decía Costa, “Mad Men es una serie de risa, ¿no?”. Esta pregunta, con su falsa inocencia y quizá motivada por el hartazgo ante los tópicos que tanto abundan en la ficción televisiva, pone en realidad el dedo en la llaga. ¿Son tan buenas como nos dicen las series estadounidenses? ¿Qué hay de cierto en el tan cacareado boom de la ficción catódica yanqui?
La pregunta de Jordi Costa dio lugar a un largo hilo donde quien más, quien menos daba un repaso a sus series favoritas o más odiadas, enumerando sus virtudes y defectos, para acabar en una interesante discusión sobre la naturaleza del pop y su distinción, si es que la hay, con respecto de la llamada “alta cultura”. Dejaremos este asunto para una próxima entrada de How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb y recoger de momento en el guante lanzado por Costa acerca de la calidad de la series y su supuesto cambio de patrones.
Cierto es que algo ha cambiado al menos en lo que respecta a la aceptación de las series como género. Salvando casos excepcionales como Retorno a Brideshead, Yo Claudio, Berlín Alexanderplatz o Heimat (que en realidad no fueron tan excepcionales como parecen, sino que simplemente los hemos olvidado), las series habían sido consideradas hasta ahora como una especie de subproducto narrativo en comparación con el cine. De hecho, hace unos años, si nos hubieran pedido que enumerásemos series de televisión (y con el plural mayestático quiero incluir a gente como yo, sin una gran cultura televisiva), lo más probable es que ninguno de esos títulos nos hubieran venido a la cabeza, sino más bien otros como Urgencias, Falcon Crest o Cuéntame. Sin embargo, hoy en día, es posible que un título tan digno como Los Soprano encabece la lista improvisada de mucha gente.
Los paradigmas han cambiado, por tanto, pero también su recepción crítica. Cahiers du Cinéma publica sin pestañear artículos sobre Deadwood y en las encuestas de las mejores películas no faltan los colaboradores que incluyen en su lista anual episodios especialmente sonados de Perdidos o The Wire. Nadie se extraña ya por ello. Pero ¿realmente ha habido una mejora en la calidad de las series o lo que ocurre es que, simplemente, ahora las miramos con mejores ojos?
Se habla mucho de la HBO, la cadena de televisión por cable que dio comienzo a esta “revolución de la ficción televisiva” con Los Soprano. Se mencionan como síntomas del cambio la profundidad psicológica de los personajes de sus series, el realismo de sus tramas, y su voluntad de ir más allá de los códigos de género; síntomas que son, a su vez, signo de calidad y marca artística que nos permite distinguir los productos de esta cadena con respecto de los de la competencia. Pero ¿se ajustan todas las series de la HBO a esta descripción? Tomemos, por ejemplo, True Blood, una serie basada en la confluencia de dos géneros, la literatura vampírica y las novelas softcore pseudo-románticas de Harlequín o Mills and Boon. ¿Dónde está el sello de la HBO en una serie donde no hay hembra que no esté como un queso, vampiro que no hable con los ojos entrecerrados para hacerse el interesante o intriga policial que no esté traída por los pelos? ¿Y qué decir de In Treatment, enésima serie ambientada en la consulta de un psicoanalista? ¿Recuerdan Sexo en Nueva York? Pues ésta es también de la HBO.
Cuantos más títulos citemos, menos cerca estaremos de saber en qué ha consistido esta “revolución”, si es que la ha habido. En realidad, dentro y fuera de la HBO, lo que sigue predominando son las fórmulas, si acaso un poco mejor medidas para captar a sectores más específicos del público. Como muestra un botón, o varios. The Big Bang Theory: metamos en un piso compartido a un grupo de estudiantes de doctorado con problemas hormonales y dificultades para comunicarse con todo aquel que no sepa distinguir entre un Klingon y un Vulcaniano. ¿El resultado? Poco más que hacer digerible Friends a una audiencia versada en cultura popular. Otro sector de la audiencia busca en la televisión algo más que echarse unas risas, pues todavía sigue confiando en las posibilidades didácticas de este medio. ¿Y cómo negarlas? Ahora sabemos, gracias a Los Tudor, que en las cortes europeas del siglo XVI era fácil reconocer a los conspiradores por su forma de fruncir en ceño cuando tramaban algo. Pero no nos olvidemos de los solteros con profesiones liberales. Ellos también tienen su cuota de mercado. ¿Cómo no sentirse identificados con el escritor frustrado y borracho de Californication, que tiene a su alrededor una cohorte de bellas mujeres atraídas por su condición de frustrado y borracho?
No nos engañemos. La excepcional calidad de algunas series como Los Soprano, Deadwood o The Wire no se ha generalizado ni mucho menos. Abundan los tópicos, y en muchos casos sigue siendo necesario hacer un gran acopio de humor para poder digerirlos, como ocurre precisamente en Mad Men, serie que viene a demostrar que, en los años 60, los hombres fumaban y bebían demasiado, y las mujeres lo pasaban muy mal solas en sus casas.
Pero tampoco hay que ser injustos o pasarse de cínicos. No es necesario hablar de “revolución” para constatar que ciertas cosas han cambiado en la manera de hacer series en Estados Unidos. En primer lugar, el guionista ha adquirido una importancia que nunca antes había tenido en este país (y quizá sea aún mayor desde la huelga del año pasado). Son las palabras y no la imagen las que hacen de Tony Soprano o Al Swearengen personajes ricos y complejos, sobre todo en el caso de este último, cuya serie, Deadwood, está más que ninguna otra construida en base a monólogos y duelos verbales fascinantes. Sin embargo, no debemos olvidarnos de que el guionista también era el rey en la edad de oro de la televisión británica y que el reinado de nombres como el de Dennis Potter duró lo que duró aquella era. A la larga se imponen los imperativos comerciales: esas esotéricas reglas que miden lo que funciona y lo que no.
La segunda gran diferencia con respecto a otros tiempos (y en mi opinión la más importante) no tiene tanto que ver con el medio o con el mensaje, como con la manera de recibirlo. Antes, la única manera de seguir una serie era encendiendo el televisor determinado día de la semana a determinada hora del día. Hoy, no hay nada más fácil que bajarla de Internet o recurrir al DVD, haciéndonos posible ver una temporada completa en un corto periodo de tiempo sin que los avatares de la vida cotidiana nos hagan perder ningún episodio. Es quizá por eso que los guionistas dependen menos ahora del factor olvido, evitándoles incluir en cada episodio información redudante para que el espectador intermitente pueda seguir la historia. La estructura compacta y no repetitiva de las miniseries británicas se ha extendido a otras mucho más largas, como Los Soprano, y el sueño de Erich Von Stroheim (que el público madurase como para poder ver de una sentada una película de ocho horas) no solo se ha cumplido, sino que se ha visto ampliamente sobrepasado.
Las series han triunfado sobre el cine al menos en esa cuestión: superar los límites de duración que arrastra consigo la sala oscura, con las mayores posibilidades narrativas que eso conlleva. Indudablemente, Los Soprano se beneficia de su enorme extensión. En 86 horas hay tiempo de sobra para desarrollar a casi todos sus personajes, dotando de vida y de una chispa especial a casi todos ellos. ¿De qué película, tomada de dentro del canon del cine clásico norteamericano (canon al que pertenece Los Soprano), podemos decir que todos y cada uno de sus personajes sean tan redondos o haya explorado tantos puntos de vista diferentes sobre el mundo que representa? Pocas hay, sin duda. La extensión en sí misma no tiene por qué traducirse automáticamente en una ventaja narrativa, pero si en teoría el lenguaje del cine es el mismo que el de las series (lo cual es sólo cierto en pocos casos prácticos, pues el lenguaje visual de las series tiende mucho más al conservadurisno), con el tiempo, lo narrativo podría acabar desplazándose del cine a la televisión, dejando un mayor espacio para la experimentación en la gran pantalla.
De momento no parece que esto vaya a ocurrir. Es posible que en términos de narración clásica (historias lineales, realización “sin costuras”) la televisión nos haya dado recientemente algunas obras apabullantes, como Los Soprano, Deadwood o The Wire, pero también es verdad que el cine norteamericano, lejos de abandonar los patrones clásicos de narración, ha dado en los últimos años algunos ejemplos modélicos (¿podría hablarse de “revival” de lo clásico?) como Pozos de Ambición y, en menor medida (espero los palos) Munich.
En definitiva, que como decía Lampedusa hablando de la revolución (o quizá era Burt Lancaster, no lo recuerdo) “las cosas cambian para que todo siga igual”. Por mucho que hablemos del boom de las series estadounidenses, aún están lejos de revitalizar las esperanzas en el lenguaje televisivo que a finales de los setenta y principios de los ochenta permitieron concebir series como Berlin Alexanderplatz, los aterradores dramas musicales de Dennis Potter, o los falsos documentales de Peter Watkins. En realidad, en la televisión estadounidense la innovación sigue proscrita. Aunque cada serie tenga su marca visual distintiva, lejos quedan los malabarismos de puesta en escena de Berlin Alexanderplatz. E incluso a nivel de guión, ¿qué serie utiliza métodos no convencionales de construcción de tramas? Algún título hay donde el principio causa-efecto no es el único que gobierna el desarrollo de los acontecimientos; John from Cincinnati, de David Milch, por ejemplo, pero ¿cuánto duran en la parrilla de programación? Una sola temporada de diez episodios, en este caso.
No quiero con esto disminuir el mérito de los títulos que he citado. La innovación es tan buena o tan mala como el clasicismo: todo depende de lo que se haga con ella. Tan solo he intentado hacer un esbozo de los límites de esto que se llama el boom de la televisión norteamericana. Límites, en mi opinión, solo superados por una serie, Perdidos, cuya novedad no reside en la historia que cuenta (construída en base a un tópico sobre otro), ni tampoco en su manera de contarla (a estas alturas poco de innovador tiene una estructura con saltos hacia delante y hacia atrás en el tiempo), sino por sus propósitos narrativos. La narración en Perdidos no tiene como objeto articular un significado, sino desestabilizar constantemente las expectativas de la audiencia, haciendo del espectador mismo un constructor de significados, al invitarle a hacer lecturas y relecturas de los acontecimientos que se narran, de modo que las últimas corrijan a las primeras según se van desechando pistas falsas y abrazando otras nuevas, y todo ello sin perder nunca un ápice de coherencia. Por desgracia, este es un camino que, de momento, ninguna otra serie se ha atrevido a tomar.
Pero tiempo al tiempo.
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