¿Qué es lo que hace que un libro sea “bonito”? ¿Una portada bien diseñada? ¿Ilustraciones? ¿Una tipografía cuidada y ámplios márgenes que permitan una lectura más placentera?
Quizá sea inutil enumerar las características que hacen del libro un objeto valioso en sí mismo. Pero mientras pienso en los libros hermosos que en algún momento u otro han caído en mis manos, me viene a la cabeza La historia interminable. Me refiero a la primera edición de Alfaguara, similar a la original alemana. Aunque poseía las características que he enumerado arriba, lo que hacía especial a ese libro como objeto era que ofrecía al lector una experiencia similar a la de su protagonista. Las ilustraciones y las alambicadas letras con las que daba comienzo cada capítulo eran las mismas que el protagonista, Bastian, admiraba en su ficticia copia de La historia interminable. Así, el libro de Michael Ende llegaba a las manos del lector como si fuera un facsímil de aquel otro libro legendario que permitía entrar a Bastian dentro del mundo de Fantasía.
Cuando el aspecto material de un libro refleja o imita la filosofía con que ha sido escrito puede llegar a convertirse en un objeto realmente fascinante. Pero no vamos a hablar de La historia interminable, sino de otro libro-objeto que lleva ese mismo concepto un poco más allá. Los autores son Alan Moore y Kevin O'Neill, y la obra en cuestión, tercera en la serie “The League of Extraordinary Gentlemen”, se titula The Black Dossier.
The Black Dossier es un volumen de unas doscientas páginas que se vende bajo la etiqueta de “cómic” o “novela gráfica”, términos ambos que nos sirven de poco a la hora de describir sus contenidos. Dentro de The Black Dossier encontramos todo tipo de especies narrativas (por utilizar un término acuñado por Paul Ricoeur que nos evita utilizar la inapropiada palabra “género”). Encontramos, digo, una narración en forma de cómic, pero también fragmentos de narración literaria sin ilustraciones, fragmentos de narración ilustrada con grabados à la Doré, anuncios, informes burocráticos, literatura epistolar escrita en postales, dibujos en tres dimensiones (para los cuales es necesario ponerse unas gafas adjuntas con el volumen), e incluso una imitación en formato folio de una obra inédita de Shakespeare.
Para los neófitos en el mundo del cómic, o para los que no hayan leído las anteriores entregas de La liga de los caballeros extraordinarios, hay que decir que este título pertenece a un género literario muy especial: el pastiche. La premisa de La liga es relativamente sencilla. Se trata de responder a la pregunta: ¿cómo sería el cómic de superhéroes si ese modelo repetido hasta el hastío, el de Superman, jamás hubiera existido? La respuesta de Moore y O'Neill tiene su lógica: frente a la ausencia de Superman, los grupos de superhéroes responderían a modelos anteriores. En el caso de Moore, el modelo a imitar es el de la literatura popular que precedió al cómic. Los héroes de La liga no son otros que Mina Harker, la novia de Drácula; Allan Quatermain, de Las Minas de Rey Salomón; el Capitán Nemo (quien, desmintiendo la desacertada descripción de Verne, es en realidad un Sikh que detesta al Imperio Británico); el Dr. Jekyll y el Hombre Invisible. Y por si las referencias meta-literarias fueran pocas, La liga fue fundada por los servicios de inteligencia británicos, liderados por un misterioso personaje a quien todo el mundo conoce por el sobrenombre de “M”. ¿Les suena la sigla? No se equivoquen, pues detrás de ella se esconde James Moriarty, el archienemigo de Sherlock Holmes.
En 1999, cuando apareció la primera entrega de La liga de los caballeros extraordinarios, se alabó la gran originalidad de la premisa. Pero dudo que Moore y O'Neill tuvieran la pretensión de construir un género original, sino la de insertarse en una tradición preexistente. Philip José Farmer ya había hecho algo parecido en El mundo del río, una serie de novelas protagonizadas nada menos que por Mark Twain, Richard Burton (el capitán, no el actor), ¡y Hermann Goering!
La tradición del pastiche nace probablemente en los comienzos del Barroco, cuando apropiarse de las ideas de los demás no era algo tan mal visto como pretenden hoy en día Teddy Bautista y la SGAE. Entre los amigos de lo ajeno se encontraban autores de variada catadura literaria, desde el Avellaneda que continuó las aventuras de Don Quijote, a Shakespeare, quien fusiló dos obras anteriores para escribir Hamlet y La fierecilla domada. Sin embargo, la pasión contemporánea por el pastiche, al menos en el mundo anglo-sajón, se debe en buena medida a Arthur Conan-Doyle; o mejor dicho, a su muerte, ya que después de ella, un nutrido grupo de escritores (entre los que se cuentan Jardiel Poncela y muy recientemente Michael Chabon) puso su pluma al servicio de Sherlock Holmes, quien demostró así tener una vitalidad superior a la de su autor. Abundan ejemplos similares: George MacDonald Fraser tomó a Flashman, protagonista de su célebre serie de novelas homónimas, del libro Tom Brown's School Days, de Thomas Hughes; los acólitos de Lovecraft, después de su muerte, publicaron toda suerte de novelas basadas en la mitología y la cosmogonía inventada por este autor... Y ya puestos a robar un personaje a otro escritor (imitando también su estilo prosístico y los códigos del género), ¿por qué no robar muchos? ¿Por qué no probar cómo interactúan las creaciones ficticias de autores tan diversos como Bram Stoker, Robert Louis Stevenson o Arthur Conan-Doyle, mezclados con unos cuantos personajes reales que ayuden a desdibujar la frontera entre la realidad y la ficción?
Esta mezcolanza, o hotch-potch (que así llaman los ingleses a este tipo de literatura y también a un pudding), es el principio que anima La liga de los caballeros extraordinarios. Pero en este Black Dossier (y así volvemos al tema que nos ocupa: la belleza del libro) se lleva la mezcolanza un paso más allá. Al igual que el resto de entregas tenemos aquí imitación y mezcla de personajes ajenos, imitación y mezcla de códigos de género, imitación y mezcla de estilos literarios, pero también, y esto es lo que nos interesa, imitación y mezcla de especies literarias. Pondré un ejemplo. Imagínemos que los Dioses Primigenios salidos de la desequilibrada imaginación de H. P. Lovecraft hubieran existido. De ser así su culto habría tenido un gran éxito dentro de las sociedades “mágicas” (pienso en la Golden Dawn o en la Teosofía de Blavatsky) que tanta aceptación tuvieron entre los diletantes de clase alta en la Inglaterra de primera mitad de siglo. En ese caso, ¿quien mejor que P.G. Wodehouse para describir cómo unos aristócratas campestres adoran a Chtulhu? Pues eso justo nos encontramos en The Black Dossier: un extracto de Wodehouse, impreso de forma similar a las primeras ediciones de Woodehouse.
Pero Alan Moore ya nos tiene acostumbrados a incluir pequeñas narraciones noveladas dentro de sus cómics. Veamos otro caso distinto. La inmortalidad es una buena cualidad para un espía. Si el servicio secreto Británico encontrara vivo y coleando a un ser humano nacido en Tebas y con experiencia de combate en la guerra de Troya, las batallas de Maratón y Agincourt, y el sitio de Constantinopla, no dudaría en reclutarlo. Acaso es improbable encontrar un espía de dichas características, podría objetarse; pero no, ahí tenemos al Orlando de Virginia Woolf, quien además tiene la virtud de cambiar de sexo de cuando en cuando, mejorando por tanto sus aptitudes para el disfraz. The Black Dossier incluye un cómic relatando las aventuras de Orlando, pero diseñado a la usanza de primera mitad del siglo XIX, es decir, compuesto de una serie de ilustraciones estáticas acompañadas de leyendas.
Y aun hay más: una obra apócrifa atribuída a Shakespeare (imitando su estilo y la tipografía original de sus ediciones en folio) donde El Bardo relata cómo la reina Isabel encomienda a Próspero el reclutamiento de Orlando y la formación de la primera Liga; una publicación erótica ilustrada con grabados en cuyas páginas se puede contemplar el viaje de la Liga al castillo volador de Laputa, capitaneados por Lemuel Gulliver; y hablando de viajes, ¿sabían que Jack Kerouac se encontró con Mina Harker y Allan Quatermain jr. cuando andaba “en el camino”? En el Black Dossier queda constancia de ello, escrito sin puntuación y en corriente de conciencia (como el manifiesto beatnik manda) y, por supuesto, impreso en papel de pulpa tirando a sepia.
Bastan estos pocos ejemplos para hacer de The Black Dossier un capricho irresistible para el bibliófilo. Ahí reside a primera vista su valor: es un libro bonito compuesto a su vez de muchos otros libros bonitos. En segundo lugar, su calidad es la misma a la que nos tiene acostumbrados Moore con las dos entregas anteriores, aderezada esta nueva con alguna sorpresa: el malvado al que se enfrenta la Liga en esta ocasión es James Bond. Y número tres, ¿quieren saber por qué este Black Dossier es mi entrega favorita de la serie? Porque está diseñado y estructurado de tal forma que sus protagonistas, Mina Harker y Allan Quatermain jr., lo están leyendo al mismo tiempo que tú. El dosier negro es un conjunto de documentos que nuestros héroes han arrebatado a James Bond y que incluye todo tipo de textos literarios sobre la Liga. De cuando en cuando, Harker y Quatermain leen el dossier, y es en esos momentos cuando lse le van presentando os diferentes textos al lector en su formato original. Es decir, el libro que tienen en sus manos es (casi) el mismo que tienes en las tuyas. Como en La historia interminable.
Ya sé que es puro fetichismo, pero ¿qué hay más “bonito” que dejarse caer en la ilusión de que posees un libro salido de un mundo de ficción?
2 comentarios:
Muy buen artículo, te felicito.
J.
(El J. que tú sabes)
Abrazos
Two thumbs up Roberts! Lastima que el lib ro tenga serias restricciones de distribucion fuera del mercado yanqui (o, al menos, eso he leido). Veremos version espñoal como en el caso de las dos entregas anteriores?
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