En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Jorge Luis Borges y Bioy Casares hacían un fantástico descubrimiento: una enciclopedia de un mundo desconocido llamado Tlön. En dicha enciclopedia encuentra Borges una amplia relación de las arquitecturas y de los diferentes tipos de barajas que se usan en Tlön, y también del “pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”. Desde que leí este cuento de Borges me gusta juguetear con una pequeña boutade: que Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, es en realidad una versión mejorada de El señor de los anillos, obra que fue escrita de forma casi contemporánea al texto del argentino. En un cierto nivel de significado (pero sólo en uno), la propuesta de Tolkien es semejante a la de Borges: crear de la nada un mundo que nada tiene que ver con el que habitamos, y detallarlo con sus geografías, razas, creencias e incluso lenguas inventadas. Solo que Borges fue un poco más inteligente al perseguir este propósito: en lugar de crear una lengua como Tolkien, le bastó con darle nombre; en lugar de dibujar mapas, sugirió sus contornos; en lugar de poner en escena los conflictos que protagonizan los habitantes de su tierra, nos habló de sus diferencias ideológicas. El resto podemos imaginárnoslo. Así que, ¿para qué escribirlo? Borges invita al lector a crear un nuevo mundo, Tolkien se lo entrega ya hecho.
Aunque la parcela que la obra de Tolkien deja para cultivar la imaginación del lector siempre me ha parecido demasiado pequeña, hay que reconocerle al menos el mérito de haber intentado poner en práctica ese imposible proyecto tan solo tanteado por Borges: escribir una enciclopedia de un mundo inexistente, que en el caso del escritor sudafricano se materializó, en cierto modo, en El Silmarillion. Hasta ahora desconocía que hubiera habido otro intento en el mismo sentido. Hace un par de semanas descubrí que no sólo existe dicho intento, sino que además, se ajusta mucho mejor a la descripción y al espíritu de la hipotética enciclopedia de Tlön que cualquier otro libro que se haya escrito.
Estoy hablando del Codex Seraphinianus.
Supe de la existencia del Codex por el apasionante libro Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. En una de sus páginas mostraba una fotografía de una especie de códice renacentista. Me llamaron la atención sus ilustraciones, una secuencia de dibujos que explicaba el funcionamiento de un aparato que parecía diseñado para atrapar moscas. Aunque “explicar” es un decir, porque no quedaba claro si el objetivo del artefacto era matar al insecto o simplemente capturarlo. Además, ¿por qué recurrir a un mecanismo tan complicado si uno puede usar un matamoscas o una red con mango? De poco servía el texto adjunto a la hora de aclarar el sentido de las imágenes. Más que nada porque el alfabeto con el que estaba escrito era completamente ininteligible. ¿Árabe, quizá? No, aquellos caracteres no pertenecían a ningún lenguaje conocido. La pregunta era: ¿en qué remoto lugar y época se le ourrió a alguien producir un códice de tales características? ¿Qué sociedad puede haber tenido la necesidad de poseer un catálogo de objetos inútiles como ese? ¿Quién, dónde y cuando se escribió aquel Codex Seraphinianus?
El propio Manguel respondía a la pregunta. El autor del Codex Seraphinianus fue un italiano llamado Luigi Serafini, y lo “escribió” ¡en 1978!
Cuenta Manguel que en aquel año, mientras trabajaba como redactor para la editorial Franco Maria Ricci, llegó a sus oficinas un paquete con un manuscrito, o mejor dicho, un conjunto de hojas sueltas sin encuadernar. Algunas describían artefactos completamente absurdos, otras eran secciones de un bestiario ilustrado con pájaros sin cabeza, pájaros que sólo eran cabeza, o pájaros con varias cabezas. En unas pocas se representaban costumbres sociales como la de enterrar a los muertos en urnas de cristal, pero la mayoría de las páginas no eran más que enormes listas de objetos de tamaños, formas y colores diversos, sin un significado aparente.
Pero que algo no tenga significado aparente, no quiere decir que no signifique. O al menos eso debió pensar el patrón de Manguel, Franco Maria Ricci, quien no dudó ni por un momento en publicar aquel manuscrito. Ricci era, por supuesto, (y lo sigue siendo) un hombre de una excentricidad tan manifiesta como la del autor del Codex. Ricci, nacido en el seno de una familia aristocrática de Parma, decidió que quería dedicarse a la edición de libros, al hojear, impresionado, un catálogo de tipos de Bodoni. Y no sólo se dedicó a la edición: montó una de las editoriales más exquisitas de Europa. Cada volumen producido por Ricci podía costar, en el momento de su publicación, aproximadamente la mitad del salario mínimo interprofesional italiano, y su catálogo reunía títulos tan dispares como La Enciclopedia de Diderot y D'Alembert, El congreso del mundo de Borges, una colección de cartas de tarot con textos de Italo Calvino o un volumen con las fotos “pedófilas” de Lewis Carroll. Con este historial a sus espaldas, no es de extrañar que Ricci diera luz verde a aquel extraño manuscrito.
Su remitente era ese tal Luigi Serafini que he mencionado: un arquitecto que, sin previa experiencia literaria y sin un currículo artístico demostrable, se había propuesto elaborar una enciclopedia imaginaria. “Cada página representaba un artículo completo de la enciclopedia”, dice Manguel, “y las anotaciones, en un disparatado alfabeto que también había inventado Serafini durante dos largos años en un pequeño apartamento de Roma, supuestamente explicaban esas complejas ilustraciones”. Eso es todo lo que Manguel y Ricci pudieron descubrir sobre el Codex Seraphinianus, y sigue siendo lo único que, hoy en día, sabemos.
Aunque no es un libro que podamos “leer”, es fácil identificar en el Codex dos partes bien diferenciadas. La primera está dedicada a la fauna y la flora de ese mundo imaginario, la segunda a su sociedad y a su historia. Hasta la fecha no se ha descubierto si detrás de las extrañas anotaciones de Serafini hay lenguaje alguno. Tampoco se sabe si son signos alfabéticos o silábicos, y aunque no parecen ideográficos, es posible que dichos signos ni siquiera sean fonéticos. Sin embargo, parece haber una cierta regularidad en la “lengua de Serafini”, lo cual descarta la posibilidad de una escritura completamente aleatoria. Cada capítulo del Codex tiene un título, que aunque indescifrable, se repite en cada sub-sección de dicho capítulo con terminaciones variables. Es más, en el lugar donde debería aparecer el número de página, se hallan impresos unos símbolos que, según un estudioso del Codex (el doctor Ivan Derzhanski), corresponden a un sistema de numeración en base 21 aunque con una notación irregular. En resumen, la escritura serafiniana podría estar basada, en una estructura lingüística legítima, igual que otras “lenguas artificiales” como el élfico de Tolkien o el Esperanto.
Sin embargo el propio Serafini no ha hecho mucho por aclarar este punto. En efecto, el autor del Codex sigue vivo, y no sólo eso: ni siquiera es uno de esos escritores reclusivos como Salinger o Pynchon que se niegan a hablan de su obra. Lo que es más, Luigi Serafini responde emails y concede entrevistas. Hace dos años, confesó a Francesco Manetto, un periodista de El País, con motivo de la reedición del Codex Serafinianus en una edición más barata (les aconsejo, como he hecho yo, adquirir esta edición en http://www.ibs.it/), que lo único descifrable en su obra es el sistema numérico. “Lo desarrollé conscientemente en función de no sé qué variable”, admitió Serafini. “Para mí tenía un sentido, pero después me olvidé de todo”.
La extroversión de Serafini es tan críptica como su obra. Da la sensación de que le gusta seguir la corriente del entrevistador y de su público. En un primer momento, Serafini acepta como váidas las hipótesis que sus lectores (periodistas o no) se forman de su libro. Por ejemplo, cuando Manetto le pidió que escribiera un comentario en italiano para algunas de sus imágenes, Serafini aceptó con gran amabilidad y entusiasmo. “Es algo que no he hecho nunca, y además me apetece. Creo que el resultado podría ser muy curioso”. Imagínense cómo se estaría frotando las manos el afortunado periodista, a la espera del email en que le sería revelada si no la clave, al menos unas pocas pistas del significado del Codex. Pero parece que Serafini, en sincronía con su juguetona enciclopedia, finge caminar contigo para luego evadirse con una buena broma. Esta fue la respuesta de Serafini al mail de Manetto:
“He intentado describir las imágenes del Codex que me ha enviado, pero, lamentablemente, ¡no he podido con ellas! De hecho, cada vez que intentaba escribir algo (en italiano, o al menos eso me parecía), me topaba en la pantalla del ordenador con unas palabras ininteligibles, llenas de consonantes y extraños signos de puntuación. Así que, al final, he tenido que desistir. Traducción imposible.”
Como en la vida real, en el Codex Seraphinianus, el lenguaje es la única barrera insalvable en la búsqueda de un significado. Si en algún momento pudiera llegar a traducirse, el Codex perdería irremediablemente su razón de ser, aunque en ocasiones, hojeándolo, uno tiene la impresión de que, efectivamente, tiene que haber una clave para descifrarlo. Voy a abrir el Codex por una página en la que aparentemente se describen diferentes formas de desplazarse a pie. Cada viñeta está ilustrada por un patrón de huellas diferentes y en la parte superior se describe con un diagrama la forma de desplazamiento en cuestión: a la derecha, una especie de paso de baile (útil, por lo visto, para esquivar la caída de cohetes); en el centro, saltos a pies juntillas; y a la izquierda, el acto de caminar. La posición de las huellas parece confirmar la interpretación que hemos hecho de los diagramas superiores, lo cual nos hace esperar que los textos a pie de ilustración estén también describiendo esas tres formas de desplazamiento. Si esto fuera así, no tendríamos más que buscar en el Codex otras ilustraciones pertenecientes a ese mismo campo semántico (pies, pisadas, desplazamiento) y comprobar si las palabras que las acompañan coinciden. Basándonos en las coincidencias, podríamos aventurar un significado.
Pero... Siempre hay un “pero” con el Codex Serafinianus. Volvamos a la viñeta de la izquierda. Si nos fijamos bien, veremos que hay una huella extraña en la ilustración. Está localizada en la mitad inferior y a la derecha, en una hilera de tres huellas en diagonal. Si se tratara de una persona que anda, o bien tiene tres piernas, o bien esa huella no debería aparecer a la derecha, sino a la izquierda de la anterior. Quizá los diagramas no nos estén enunciando los verbos “caminar”, “saltar”, “esquivar”; y si esto es así, ¿quién sabe lo que querrán decir los textos? Ni siquiera podemos estar seguros de que los textos sean una traducción de los diagramas.
Así es como funciona el Codex Serafinianus: cuando, tras examinarlo minuciosamente, creemos encontrar una respuesta, aparece entonces un pequeño detalle que invalida las hipótesis que nos hayamos podido formar. Siempre está ese detalle disidente que nos invita a la polisemia. Tipos de pies, instrucciones para desplazarse por diferentes tipos de terreno, o quizá se trate de la descripción de las reglas de algún deporte, ¿quién sabe lo que pueden significar las viñetas de arriba? Si pudiéramos traducir el lenguaje del Codex, sabríamos que su significado es uno de los tres que hemos mencionado (o quizá otro distinto, pero sólo uno, en cualquier caso). En ese caso, el Codex sería tan trivial como El señor de los anillos, porque ¿qué más me da a mí saber lo que es un elfo, si los elfos no tienen nada que ver con mi vida real?
Sin embargo, el Codex, tal y como es, intraducible y, por tanto, manteniendo constantemente con sus tácticas esquivas (tan esquivas como la actitud de Serafini con los periodistas) la posibilidad de que algo pueda significar más de una cosa, sí tiene mucho que ver con mi vida, porque me dice muchas cosas sobre el poder de nuestra imaginación. Y es que, si Serafini no quiere desvelar la clave es porque de este modo nos está diciendo: “eres tú lector quien debe crear esa clave, eres tú quien debe decidirse por un significado u otro, o bien aceptarlos todos, o quizá ninguno de ellos. Eres tú, lector, quien debe crear este mundo con ayuda de tu propia imaginación”.
Bendita sea la polisemia porque en ella reside la magia de la literatura. Y si hay que tener fe en este credo, habrá entonces que admitir que pocos libros hay con tanta magia como el Codex Serafinianus.
Es el sueño de Borges y Bioy Casares hecho realidad.
5 comentarios:
Estimado Mordecai:
Lo que tiene esto de escribir blogs es que al final postergamos las lecturas de los blogs amigos, pero te tenía pendiente y aquí estoy.
Tu artículo me ha parecido alucinante, y me viene a la memoria ese otro autor del que te hablé un día, Andrew Crumey. Tiene una novela que se llama "Pfitz", y cuenta la historia de cómo un príncipe del siglo XVIII dedica toda su fortuna a crear Rreinnstadt, una ciudad que sólo existe sobre el papel. Este autor bebe directamente de Borges y Calvino, de modo que te gustaría.
Por otro lado, decirte que estoy como loco por pillar el Codex (pero antes quiero verlo y tocarlo, y tú lo tienes). En realidad, me da un poco de miedo, porque creo que es un libro obsesivo. Me podría pasar las horas intentando comprender el significado de las cosas. Sin ir más lejos, en el texto escrito sobre la piedra de Roseta he creido leer: RROSSETT. ¿¿¿??? He mirado en Google y han aparecido algunas páginas en italiano, pero creo que no significa nada. Vamos, que si me hago con el libro, ten por seguro que voy a perder el poco juicio que tengo.
Fuertes abrazos
Adriano Meis
Querido Adriano,
La obsesión por el Codex es algo natural. Yo intento no abrirlo mucho, porque es como el puto Necronomicón.
En cuanto a lo de descifrar el lenguaje, no te molestes. El propio Serafini ha reconocido que lo único descifrable en su códice es el sistema numérico, aunque dada su naturaleza vacilona, puede que esta afirmación sea mentira.
Lo que sí es posible, creo yo, es que la escritura serafiniana tenga una cierta gramática. Es decir, que lo único que tenga sentido en ella sean algunas flexiones que indiquen "sustantivo", "verbo", "adjetivo", etc. Lo digo porque algunas palabras aparecen siempre en posiciones parecidas (en los títulos de cada subapartado de los capítulos) o con terminaciones diferentes. Pero más allá de eso, dudo que puedan hallarse significados concretos.
De hecho, si el día de mañana se descubre que la escritura serafiniana es descifrable, yo personalmente me sentiré francamente decepcionado, porque el Codex habrá perdido su principal valor: que signifique lo que CADA UNO QUIERA que signifique.
Dr. Malarrama.
p.d.: Te propongo un trato: te dejo el Codex la próxima vez que nos veamos, si a cambio me localizas alguna otra obra de Serafini (que las tiene).
Lo intentaré.
Adriano Meis.
En realidad Serafini sólo ha publicado otro libro, aparte del Codex. Se llama Pulcinellopedia Picolla y es aún más raro que éste, pues nunca se ha reeditado.
Tu misión es encontrar algún ejemplar por menos de, hum, pongamos 200 dólares. Yo he encontrado una librería donde lo venden por la módica cantidad de casi 1000 pavos yanquis.
http://www.iberlibro.com/servlet/BookDetailsPL?bi=1005632205&searchurl=an%3Dluigi%2Bserafini%26sortby%3D3%26sts%3Dt%26x%3D38%26y%3D18
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